Durante las siguientes semanas, se vieron varias veces. Se encontraron cerca de la casa de la mamá de ella. Pequeños ratos, en los que aprovechaban que Alan se dormía. Casi siempre se veían a la noche, antes de la cena. Conversaron mucho. Se fueron conociendo y compartiendo momentos.
Un mes después, sentados a la mesa de un bar, escucharon en un radiograbador que estaba detrás de la barra, la noticia de que el Italpark estaría clausurado hasta poner en regla el estado de los juegos, ya que las inspecciones habían confirmado el bajo mantenimiento denunciado un mes antes.
—No solo el Italpark tiene falta de mantenimiento —dijo ella en voz muy alta, y miró a las demás mesas: todas vacías—, Segba tampoco lo tiene.
—Tenés razón. Supe que hubo un incidente hace un año, justamente cerca de Italpark.
—Se desprendió un cable, ¿te acordás? Y cayó sobre el asfalto mojado, era una noche de lluvia torrencial. —Ella lo miró fijo a los ojos, como esperando alguna reacción; la radio seguía de fondo.
—Cómo te acordás, eh.
—Esa noche yo iba con un chico en la moto de él; el cable cayó delante de nosotros. Él intentó esquivarlo, pero la moto patinó. Yo volé por encima de él y la caída me hizo pasar sobre el arco voltaico que se formó con el cable al tocar el agua. —Viviana lo observó con detalle: los ojos de él se abrían con asombro.
—¿Tuviste lesiones graves?
—Por suerte no me pasó nada —dijo ella sin sacarle la mirada de los ojos—, un hombre muy gentil me ayudó a levantarme y me atendió. Ese hombre fue un caballero, muy atento y muy cuidadoso.
—Qué bueno, todavía hay gente con valores.
—Sí, así parece.
En silencio se mantuvieron las miradas, un instante, y luego hablaron de otras cosas.
Viviana seguía mirándolo con intensidad. Leonardo era un hombre alto, de ojos claros, gesto viril, voz acogedora, buenos modales, atento a los detalles para hacerla sentir cómoda y, sobre todo, tenía la capacidad de conversar de cualquier cosa. Viviana la pasaba muy bien con él. Aunque, cada vez que se encontraban, trataba de descubrir si él guardaría algún secreto.
Leonardo fue soltándose con cada encuentro. Así, ante la enrulada cabellera morocha de Viviana, la sonrisa simpática y la mirada intensa, se sintió cada vez más atraído. Viviana solía perder la noción del tiempo cuando estaba con él, y casi siempre era Leonardo quien le recordaba que hacía dos horas que había dejado a Alan durmiendo, al cuidado de la abuela. Gracias a Leonardo, ella regresaba justo cuando su hijo se despertaba reclamando la teta.
Los encuentros se alargaron en el tiempo y se sumaron las charlas telefónicas. Se vieron inclusive los fines de semana y hasta salieron a comer, a bailar y al cine.
Una madrugada, regresaron caminando por el medio de la calle, luego de haber bailado casi toda la noche. Leonardo miraba las estrellas, y Viviana lo miraba a él.
—Qué misterioso es el universo —dijo Leonardo.
—¿Por qué lo decís?
—Porque pienso en la extraña manera en que nos conocimos: te llevé una llave que había llegado a mí de forma rarísima, que resultó ser la de tu diario. Y en el hospital, el día que nació tu hijo. —Los dos rieron.
—Quizá la llave estaba caída en el suelo de la guardia y vos la levantaste, aunque no lo recuerdes.
—Puede ser —dijo él, seguro de que eso no había pasado, pero seguro también de que no había explicación mejor—. De todas maneras, gracias a esa llave estamos hoy caminando bajo estas estrellas.
Leonardo se detuvo frente a Viviana, ella le miró la boca, él se acercó lentamente a ella hasta que los labios de los dos se rozaron. Los ojos de Viviana miraron a los de él, y luego los entrecerró. Se fundieron en un beso que nació con timidez, para volverse un huracán pasional que los arrojó un instante después a la cama de una habitación de un hotel alojamiento cercano.
Comenzaron, aquella noche de septiembre de 1988, una historia juntos que, tres años después, los llevó al altar. Se casaron en noviembre de 1991.
Alan tenía tres años. Leonardo y él se llevaron bien desde el primer día; Viviana sentía que Alan podía ser el hijo de él, por lo unidos que eran. Los ojos del chico brillaban de la alegría cuando estaba con Leonardo, y él se divertía y disfrutaba como si Alan fuera realmente su propio hijo.
Así pasaron los años, así Alan creció. Fue a la escuela primaria y a la secundaria y a la facultad. Terminó su carrera de contador en 2016, luego de un esfuerzo grande por llevar a cabo el estudio, el trabajo y una pareja. A fines de ese año, también se casó.
Desde hacía mucho tiempo, Viviana tenía una duda clavada en el corazón, aunque pasados casi treinta años, no estaba segura de querer quitársela. Sin embargo, una noche de otoño de 2017, tuvo en sus manos la excusa perfecta: le pidió a Leonardo si podía ir a donar sangre para un compañero de su trabajo, que tenía que ser operado. Él aceptó, y a la mañana siguiente fue al hospital. Viviana había convencido también a Alan —y a su nuera, para no levantar sospechas— de que también fuera a donar sangre. Un par de días después, una de las técnicas de laboratorio, a quien Viviana había dado cierta cantidad de dinero por su trabajo discreto y silencioso, le entregó un sobre. Leyó el contenido, y confirmó su sospecha.
En julio, cuando el frío se había instalado en Buenos Aires, el temor de Viviana creció; sabía que el tiempo iba a terminar acorralándola. Recordó cierta noche treinta años atrás, y se le vino a la memoria una vieja foto que conservaba desde entonces. Sacó casi todas las cosas que tenía guardadas en el placar, en cajas, viejos recuerdos. Leonardo la observaba con pasividad, sin comprender qué estaba haciendo. Cuando finalmente encontró la foto, Viviana la soltó como si estuviera viendo un fantasma. Leonardo la notó asustada y se le acercó. Ella tapó la foto con el pie y le dijo que no pasaba nada, que había visto una araña, pero que ya la había matado.
Cuando Leonardo se fue, Viviana levantó la foto del piso y volvió a mirarla: esa foto, donde ella posaba con ese hombre. La giró, ahí estaba la fecha: se la habían tomado en septiembre de 1987. Se le volvió a cortar el aliento. La fecha de aquella foto le recordaba una noche de la que pronto, aunque pareciera increíble, se cumplirían treinta años.
La mente se le atiborró de dudas. Y por varios días, nadó en un mar de miedos, de incertidumbre. Leonardo la notaba sumamente extraña y distraída. Viviana no dejaba de pensar. Su mente corría enloquecida, la llevó a encerrase en sí misma; a tal extremo que, muchas veces, Leonardo la encontró hablando sola. Se asustó.
Y el 9 de agosto, al atardecer, decidió encarar el problema.
—Vivi —le dijo, no bien estuvieron en el dormitorio—, no sé qué te pasa, pero me preocupás, y mucho. Desde que revolviste todo el placar, estás aislada, no sé. ¿Te shockeó algo? ¿Era una araña lo que viste, o era una rata? ¿Qué era? ¿Qué pasó?
Ella lo miró callada, con los ojos desorbitados. Leonardo se dijo que estaba a punto de entrar en crisis.
—Por favor, decime qué te pasa. Quiero ayudarte, pero necesito saber qué te está pasando.
—No lo entenderías.
—Vivi, mi amor, hace veintinueve años que nos conocemos, ¿creés que no te entendería?
—Lo sé, lo sé, perdón, es que todo es tan extraño. Y no hace veintinueve años: hace treinta.
—Nos conocimos en el 88.
—No: nos conocimos en el 87.
Leonardo la miró más que preocupado. Ahora hasta sumaba un error de memoria. Mientras pensaba eso, Viviana agarró la foto y se la mostró. Leonardo, al verla, abrió los ojos con total asombro. Era una foto de ella, datada en 1987. Estaba con un hombre muchos años mayor. Sonreían abrazados. Ella le rodeaba el cuello con sus brazos, y él la tomaba de la cintura. El hombre era un doble perfecto de él. Pero de él como era ahora, a los cincuenta y cuatro. Tenía el mismo color y largo de cabello, la misma sonrisa, la misma nariz, los mismos ojos: un doble exacto, al detalle, de él en tiempo presente. Parecía que ella, treinta años atrás, se hubiera sacado una foto con él un día como el de hoy.
Miró a Viviana, espeando que le dijera algo. Ella tenía ojos llenos de lágrimas. En su mirada había un grito de desesperación; quería decirle mucho cosas, pero le resultaban tan imposibles de explicar, que pensó que su marido creería que estaba loca o que sufría demencia senil prematura. Leonardo la descubrió entrando en la crisis en la que la había visto arribar.
Él sostuvo la foto en la mano un breve instante más. El hombre, bien podría haber sido el padre de Alan: calculando rápidamente, la fecha de la foto coincidía con el embarazo de Viviana. Su corazón empezó a comprender lo que, estaba seguro, lamentaría: que ese tipo habría aparecido en su vida de nuevo, o quizá hubiera muerto y ella se recién se enteraba. Lo curioso era que, al parecer, ella sabía acerca de ese hombre, pero jamás se lo había contado, ni a él ni a Alan.
Viviana le vio la mirada llena de preguntas. Se puso de pie, caminó alrededor de la cama, se sentó a su lado y lo miró con temor.
—Voy a contarte algo, amor —dijo ella—, algo que estoy casi segura que no vas a creer, pero que igualmente debo contarte.
—Te escucho —Él sólo miraba la foto.
El relato la llevó treinta años hacia atrás. Más exactamente al 17 de abril de 1987.
Eran las 19:55 y Viviana salía del Italpark con un chico que había conocido dos meses antes. El parque había cerrado más temprano por la tormenta. Ella tenía entonces veintitrés años. Se subieron a la moto y se arrancaron. La avenida Libertador estaba muy mojada, y al muchacho le era difícil manejar. A pocos metros de salir, el viento arrancó un cable, provocando que cayera sobre el asfalto mojado. El golpe y el chispazo hicieron que el muchacho perdiera el control de la moto. Ella voló por encima de él, y el cable sacudido aún por el latigazo volvió a hacer un chispazo, se produjo un destello que los cegó, justo en el momento en que ella pasaba por encima del arco voltaico. Aterrizó dos o tres metros más lejos. No se golpeó la cabeza porque llevaba casco, pero su pantalón a rayas blancas y negras, su campera de cuero y las botas texanas rasparon contra el asfalto. Le dolía todo el cuerpo. Un hombre que estaba en la vereda la vio caer la socorrió de inmediato. La ayudó a pon
Casi a medianoche, él ya estaba cansado. Le propuso dejarla en un hotel para que durmiera un poco, y le dijo que al día siguiente pasaría por ella y seguirían buscando. Ella aceptó.Ya en el hotel ella quiso pagar con australes, y el conserje la miró como si se tratara de una broma.Él le dijo que guardara el dinero y pagó.Camino a la habitación, él le explicó que los australes no eran de curso legal desde hacía más de veinticinco años.La dejó en la puerta y le dijo que cualquier cosa lo llamara a su celular. Le anotó el número, pero imaginó que ella no sabía que debía poner el quince adelante, así que también se lo explicó. Le aclaró que su nombre era Leonardo y que por la mañana pasaría a buscarla.—Ahora intente descansar —dijo a modo de despedida.
Fueron a almorzar, y a la tarde a una oficina alejada del centro porteño, llegando casi a Retiro, a visitar al parapsicólogo.La cita era a las 14:00, pero llegaron a las 13:50. La oficina era como cualquier oficina, a simple vista no tenía nada metafísico. Había un escritorio con una notebook, dos sillas y una ventana que daba a lo que en otro tiempo se llamó Plaza de los Ingleses, donde todavía se alzaba el Big Ben.Ernesto Almada era un hombre serio, de gesto duro pero modos corteses. Leonardo y Viviana tomaron asiento, y Ernesto los estudió con atención. Luego de un largo silencio, les habló.—Según lo que me ha comentado por teléfono, lo que usted, Leonardo, plantea puede ser cierto, pero en parte. Los viajes a través de agujeros de gusano permiten modificar el tiempo, y que transcurra de una manera distinta a la que conocemos en nuestras dimensiones que, por ci
Para la noche, Viviana se ofreció a cocinar. Leonardo fue a comprar las cosas y ella preparó una salsa, muy aromática y gustosa, que le puso a los fideos. Leonardo no recordaba la última vez que había comido un plato tan exquisito.Cuando llegó la hora de dormir, él le ofreció su cuarto. Y ella se metió en la cama y apagó la luz. Él se acostó en el futón. Ninguno de los dos se durmió enseguida; en la mente de ella rondaban las dudas de lo que haría en un sitio treinta años más adelante en su historia, en la de él rondaba la idea de qué haría con Viviana y cómo podría ayudarla.Ya de mañana, Viviana se levantó en el departamento vacío; una nota sobre la mesa ratona indicaba que Leonardo había ido a trabajar, que volvería después de las seis de la tarde.Y Leonardo regres
La noche siguiente, al llegar del trabajo, Leonardo se sentó ante la computadora. Viviana lo acompañó. Buscaban un evento cercano al de abril de 1987, uno que pudieran reproducir. Investigaron durante un largo rato, hasta que Leonardo encontró una noticia sobre una reja electrificada que se desprendió con la caída una rama que arrancó los alambres y produjo un chispazo, casi un incendio. El evento había ocurrido en septiembre de 1987, en una mansión de mitad de siglo XX que funcionaba como museo de arte en la Capital Federal. Leonardo recordó haberla visto. Si no se equivocaba, aún tenía el alambrado electrificado.Fueron hasta ahí, y se encontraron con que los paredones de la casa de arte tenían el alambre y un cartel que anunciaba la reja electrificada. Sonrieron ante la posibilidad de provocar el evento que le pudiera dar a Viviana el pasaje de vuelta a su tiempo. Pero sab&iac
Llevaba toda la tarde en el cuarto escuchando a su esposa, que le contaba toda esa historia de viajes en el tiempo. Leonardo pensó que, a los cincuenta y cuatro años, ella sufría demencia senil prematura, o bien había enloquecido. Volvió a mirar la foto de ella en 1987. De ella abrazada a ese hombre tan idéntico a él, al de ahora, al que veía cada día en el espejo. Más la miraba, más se conmocionaba. Fijo la vista en su esposa. Y ella, con sumo cuidado, le susurró:—Sos vos.Leonardo se puso a caminar por el cuarto, sin despegar los ojos de la foto. Su paso era lento. Su cabeza intentaba pensar en algo que lo ayudara a comprender la historia que su esposa, a quien conocía desde hace tantos años atrás, acababa de contarle. Por qué le decía eso. Y eso era cierto, por qué se lo había ocultado. Por qué se lo decía ahora.
La doble campanilla del despertador rompió el silencio de esa mañana. Sin abrir los ojos, Leonardo se dio vuelta en la cama dos o tres veces y se estiró elevando los brazos hacia el techo. Abrió las manos, y al hacerlo algo le cayó encima de la cara. De un manotazo se lo sacó de encima. Pensó que sería un insecto de los que aparecen con el calor. Debido al chispazo de la noche anterior, turbo ventilador dejó de funcionar. Semejante calor en junio —aquel invierno se hallaba interrumpido por el “veranito de San Juan”—, hizo que Leonardo usara el turbo que había guardado al terminar marzo. Sin embargo no podía ser un insecto: el ruido contra la pinotea le indicó que la cosa que golpeó en el piso, era sólida.Con la lentitud de cada mañana, se sentó en el borde de la cama, apoyó los codos sobre las rodillas y se tomó la cabeza con l