Ian se había ido. Ellis no se movió. No todavía. No hasta que sus piernas, tensas por minutos de resistencia interna, se lo permitieron. Y cuando lo hizo, no fue hacia Alessandro. Fue hacia Maritza. —Necesito ver cómo está —dijo, más para sí que para él. Maritza estaba pálida, con un brillo sudoroso en la frente y los labios resecos. El balazo había sido limpio, pero el ambiente, el estrés, la pérdida de sangre… todo jugaba en su contra. Ellis le tomó el pulso, examinó la herida con movimientos precisos y rápidos. —La bala no tocó órganos vitales —dijo—, pero no aguanta otra crisis. Necesito sueros, antibióticos, morfina en dosis controladas, gasas, alcohol, aguja quirúrgica. Todo lo que se llevaría a un quirófano. Se incorporó y por fin se giró hacia Alessandro, quien aún seguía sentado, clavado en el sillón, como si el alma se le hubiera evaporado junto al nombre de sucesora. —¿Tienes a alguien de confianza? —preguntó, seca. Alessandro parpadeó, como si recién la esc
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