El sedán negro se deslizó suavemente por la avenida, la lluvia golpeando el techo del automóvil con un ritmo constante. Alanna, sentada en el asiento trasero junto a Leonardo, miraba por la ventana, observando cómo las gotas de agua resbalaban por el cristal. El chofer, un hombre de mediana edad y rostro serio, conducía en silencio, como si fuera parte invisible de la escena. Leonardo, a su lado, revisaba unos documentos en su tableta, su expresión fría y distante, como siempre.Alanna sabía que Leonardo no era un hombre de demostraciones afectuosas. Su frialdad era legendaria, una armadura que pocos lograban penetrar. Pero ella, en los meses que llevaban juntos, había visto destellos de algo más: una mirada que se suavizaba cuando creía que ella no lo observaba, un gesto protector cuando pensaba que ella no lo notaba. Eran pequeños indicios, casi imperceptibles, pero suficientes para que Alanna supiera que, detrás de esa fachada impenetrable, había algo más.—No olvides que hoy es un
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