El reloj marcaba las siete de la tarde cuando Svetlana se dejó caer en el sillón junto a la ventana de su habitación. Afuera, el sol se desangraba en tonos ámbar sobre los viñedos, tiñendo la propiedad con un resplandor dorado y efímero. Sobre la mesa recién traída, una variedad de platillos humeantes esperaban ser tocados, pero ella no tenía apetito.Miró la comida con desdén, empujando con un dedo una aceituna que rodó hasta el borde del plato. No entendía cómo podía sentirse tan conflictuada.Su mente estaba dividida en dos mitades irreconciliables: una parte de ella ansiaba huir, volver a Moscú, a su familia, a la vida que conocía. Pero otra parte… otra parte se estaba acostumbrando peligrosamente a las comodidades, a la atención, a la sensación de seguridad que ese encierro le proporcionaba.Desde aquella tensa conversación con la madre de Dante y el altercado con Giulia, su día había transcurrido sin sobresaltos. La mañana la pasó en su lección de italiano, forzando su lengua a m
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