Fue una suerte que ya fuera tarde, de modo que el restaurante estaba casi vacío. Lo cual equivalía a que sólo lo interrumpieron una docena de veces. Para ser sincera, había que respetarle su paciencia para saludar a cada persona, dejar de comer, pararse para una selfie o firmar un autógrafo. No parecía disfrutarlo ni molestarlo. Como que era parte de su trabajo, de su vida, y ya lo tenía completamente asumido.Después de otra tarde de pereza, me sorprendió con reservaciones para uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Los limpianieves habían estado trabajando sin pausa durante los últimos tres días, y ahora que la tormenta había amainado un poco, se podía conducir con precaución. Esta vez nos sentamos en un reservado, a un costado del salón principal, y nadie vino a interrumpirnos.De regreso al hotel, comentó que tenía que hacer unas llam
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