Cuando llegaron al departamento, Eduardo caminaba como un torbellino de furia contenida. Máximo, ajeno a la tensión, se retiró a su habitación, pero Eduardo detuvo en seco a Yolanda. Su mirada ardía con un fuego que la hizo retroceder.—¿Fuiste tú, madre? —exigió, con la voz temblorosa de indignación—. ¡Dime la verdad! ¿Intentaste matar a Dylan y Marella?Yolanda lo miró desconcertada, su rostro pálido y sin palabras. Por un instante, pareció buscar algo que decir, una defensa, una excusa.—¡Claro que no! —respondió finalmente, aunque su tono carecía de la fuerza necesaria para convencerlo.Eduardo dejó escapar una risa amarga, más un gruñido que una muestra de humor.—¡No mientas! —exclamó—. Madre, una cosa es que odie a Dylan, ¡pero de ahí a matarlo! Eso es… eso es monstruoso. Y ni siquiera mencionemos a Marella. Jamás me atrevería a hacerle daño.La mención de Marella encendió algo en Yolanda, una mezcla de rabia y desesperación.—¿Por qué no? —replicó, con una voz afilada, como un
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