El jardín de la mansión Ferrer estaba bañado por la luz de la luna. El murmullo del viento entre los árboles creaba una atmósfera serena, casi mágica. La brisa nocturna mecía suavemente las hojas y llenaba el aire de un aroma a jazmín y tierra húmeda.Irma, la amiga de Sandra, caminaba sin rumbo fijo por los senderos iluminados tenuemente. Sus pasos eran lentos, pensativos. De pronto, a lo lejos, divisó una figura sentada en uno de los bancos: Alejandro.Se veía solo, con la mirada perdida entre las sombras del jardín, su silueta firme pero su postura cargada de melancolía.Irma dudó un instante, pero luego, llenándose de valentía, se acercó.—Hola —dijo con una voz suave, casi temerosa de interrumpir su mundo de pensamientos.Alejandro levantó la mirada despacio. Sus ojos, que solían ser tan intensos y duros, reflejaban ahora un cansancio profundo.—Hola —respondió, haciéndole un pequeño gesto con la cabeza.—¿Puedo sentarme? —preguntó ella, con una sonrisa tímida.Alejandro asiente.
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