Lola sonrió con malicia antes de alejarse de la habitación. La puerta se cerró con un suave clic, pero para Aimé, ese sonido resonó como el golpe de una campana, anunciando su condena. Su corazón latía desbocado, las emociones se acumulaban en su pecho, casi aplastándola. El dolor era insoportable, pero el odio, el odio hacia todo lo que había ocurrido, comenzaba a tomar el control.En su mente, un plan empezaba a formarse, oscuro y desesperado. Necesitaba ver a su padre. «¡Él no puede estar muerto!», pensó con angustia, un dolor tan profundo que la hizo tambalear. Sin pensarlo más, se levantó, sus piernas temblorosas pero decididas. Aprovechando que Lola había dejado la puerta entreabierta, Aimé salió al pasillo, su respiración acelerada. Llegó a la habitación que había compartido con Martín, esa que ahora se sentía tan ajena, tan vacía. Y entonces, lo vio: ella. La mujer que había destruido su vida, que había invadido todo lo que una vez le perteneció. La odiaba, la rabia que la cons
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