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—¡Suéltenme! —gritó Selene, con la voz rota, mientras intentaba liberarse de las manos firmes de sus padres. Luchaba, su desesperación llenando el aire, como un grito ahogado que nadie parecía escuchar.Al salir a la luz del patio, vio a los guardias de la mansión Andrade alzar sus armas y apuntar a sus padres con miradas desafiantes y protegidas por la firmeza del deber.—¡Suelten a la señora Andrade o acabaremos con ustedes! —ordenó uno de ellos.El rostro de su padre palideció, y, por un instante, Selene sintió el latido de su corazón resonar en sus oídos. La furia y el pánico se mezclaban en sus ojos mientras su padre, sin alternativa, la soltaba, dejándola en el suelo como si fuera un peso que ya no deseaba cargar.—¡Pagarás por esto, Selene! —gritó su madre, lanzándole una mirada de hielo antes de volver al auto con paso rápido—. Volverás con Gustavo, ¡quieras o no!Selene permaneció inmóvil, viendo cómo el auto arrancaba y se perdía en el horizonte, pero la rabia la invadió como
Lola sonrió con malicia antes de alejarse de la habitación. La puerta se cerró con un suave clic, pero para Aimé, ese sonido resonó como el golpe de una campana, anunciando su condena. Su corazón latía desbocado, las emociones se acumulaban en su pecho, casi aplastándola. El dolor era insoportable, pero el odio, el odio hacia todo lo que había ocurrido, comenzaba a tomar el control.En su mente, un plan empezaba a formarse, oscuro y desesperado. Necesitaba ver a su padre. «¡Él no puede estar muerto!», pensó con angustia, un dolor tan profundo que la hizo tambalear. Sin pensarlo más, se levantó, sus piernas temblorosas pero decididas. Aprovechando que Lola había dejado la puerta entreabierta, Aimé salió al pasillo, su respiración acelerada. Llegó a la habitación que había compartido con Martín, esa que ahora se sentía tan ajena, tan vacía. Y entonces, lo vio: ella. La mujer que había destruido su vida, que había invadido todo lo que una vez le perteneció. La odiaba, la rabia que la cons
Cuando Martín irrumpió en la casa acompañado de la policía, sus ojos estaban llenos de una rabia contenida, casi inhumana. Su presencia parecía oscurecer el ambiente, y su voz resonó como un trueno.—¡Este hombre secuestró a mi esposa y a mi hijo! —gritó, señalando con un dedo acusador a Rafael.Aimé, temblando, pero decidida, se adelantó. Sus ojos, enrojecidos por las lágrimas, enfrentaron a Martín con valentía.—¡Mientes! —su voz se quebró, pero logró imponerse—. Este hombre es mi esposo… pronto exesposo. Él intentó golpearme y amenazó con llevarse a nuestro hijo. Por favor, ¡no le crean! Me escapé porque no me dejaba salir, ¡porque me estaba matando!Los policías se miraron entre sí, desconcertados, pero cuando volvieron sus ojos hacia Martín, su actitud agresiva los alertó.—¡Es mentira! ¡Todo es una mentira! —rugió Martín, perdiendo el control. En un arrebato de furia, intentó lanzarse sobre Aimé.Los agentes lo sujetaron con fuerza, sus gritos resonaban en toda la casa.Aimé retr
—¡No te atrevas a tocarme! ¡Suéltenme! —gritó Selene, luchando por liberarse de los hombres que la arrastraban escaleras arriba. Su voz se quebraba por el miedo, pero también por la rabia que sentía al ser tratada como un objeto. Gustavo, parado al pie de las escaleras, sonrió de manera arrogante, disfrutando de la humillación de la mujer a la que pensaba someter.La puerta se abrió con estrépito y, de repente, una sombra oscura apareció en el umbral. Era Ónix. En un movimiento rápido y preciso, tomó a Gustavo del cuello, levantándolo del suelo con una fuerza sobrehumana y lo apuntó con el cañón de una pistola en la sien.—¡Suelten a mi mujer, o lo mataré! —su voz estaba cargada de una furia contenida, y sus ojos reflejaban la decisión inquebrantable de hacer lo que fuera necesario para protegerla.Ónix no estaba solo. A su alrededor, un ejército de guardias alineados como sombras vigilantes rodearon a Gustavo, sin que el hombre pudiera moverse. El terror se apoderó de él. Había escuch
Aimé entró en la habitación del hospital con el corazón apesadumbrado. Ver a su padre así, tan vulnerable, tan frágil, le rompía el alma. Cada paso que daba hacia su cama parecía alargarse, como si el aire estuviera más denso y difícil de respirar.Se acercó con delicadeza, el dolor en su pecho se intensificó al ver a Rodolfo acostado, con los ojos cerrados y la piel pálida. Con manos temblorosas, tomó su mano, esa mano que siempre había sido firme y protectora, pero ahora se sentía tibia y débil en la suya.Rodolfo abrió los ojos lentamente, como si tardara en reconocerla, y cuando finalmente sus miradas se cruzaron, un brillo de sorpresa, y quizás un poco de miedo, pasó por sus ojos.—Hija... —murmuró, su voz quebrada por el cansancio y la preocupación.Aimé trató de disimular su propio miedo, aunque su corazón latía con fuerza. Le sonrió, buscando transmitirle tranquilidad, pero por dentro sentía que se desmoronaba.—Estoy bien, padre —dijo con una voz que intentó ser firme, pero te
Gustavo Street estaba en su sala, su rostro hinchado y marcado por el golpe que había recibido. La habitación estaba en un silencio pesado, como si las paredes mismas pudieran sentir la furia que se desbordaba en su interior. Se frotaba la herida con una toalla, pero ni siquiera eso lograba calmar la rabia que se acumulaba en su pecho. El sonido de unos tacones resonó en el pasillo, y al girar, vio a Ana aparecer en el umbral de la puerta. Su presencia, de alguna manera, solo aumentaba la tensión que ya habitaba en la habitación.Ana se acercó lentamente, sus pasos calculados, sus ojos fijos en el hombre que ya no parecía tan invulnerable. La tensión entre ellos era palpable, como si cada uno estuviera a punto de saltar hacia el otro en un duelo emocional.—A cualquier otra que te hubiese hecho sufrir como Selene, la hubieses derrotado —dijo Ana, su tono cargado de desdén, casi como un desafío.Gustavo la miró, su mirada era dura, casi hiriente. Algo en su expresión cambió, y no pudo e
La puerta resonó con un golpe firme, rompiendo la calma que reinaba en el cuarto. Rafael giró la cabeza hacia el sonido, pero no antes de ver la alarma en los ojos de Aimé. Ella se puso de pie de inmediato, buscando refugio como un animal herido.—Es Zafiro —dijo en un susurro tembloroso.Rafael frunció el ceño, percibiendo la oleada de vergüenza que cruzaba el rostro de Aimé.—Aimé… no necesitas hacer esto.—Por favor… —suplicó ella, antes de apresurarse hacia el armario. Sus manos temblorosas cerraron la puerta del closet tras de sí, dejando solo un hilo de oscuridad para observar lo que sucedería.Rafael respiró hondo y abrió la puerta. El perfume dulce de Zafiro llenó el aire al instante, pero su expresión no tenía nada de cálida.—¿Te molesta que haya venido? —preguntó ella con un deje de irritación, ladeando la cabeza como si desafiara su paciencia.—¿Qué necesitas, Zafiro? —respondió Rafael, su tono seco.Zafiro alzó una ceja, herida por su frialdad.—¿Por qué estás tan distante
Cuando Rodolfo se enteró de lo que estaba pasando, su corazón parecía estallar en su pecho. La impotencia lo consumía. Había pasado noches sin dormir, imaginando el futuro de su nieto en manos de un hombre como Martín. No podía permitirlo, no lo soportaría. En un arrebato de desesperación, convocó a Joaquín, Ónix y Rafael a su despacho, un lugar que ahora se sentía más frío y vacío que nunca.—¡No pueden permitir que ese desgraciado se quede con mi nieto! —bramó Rodolfo, golpeando con fuerza el escritorio—. Es un hombre miserable. ¡Es un monstruo! —Cálmate, Rodolfo —suplicó Joaquín, acercándose para tratar de calmar al anciano—. Te prometo que Martín no se saldrá con la suya. Tenemos un plan, pero necesitas confiar en nosotros.Rodolfo, con los ojos inyectados de rabia y lágrimas contenidas, suplicó:—Dime qué van a hacer. ¡Necesito saberlo! Joaquín sonrió levemente, en un intento por transmitir calma.—No te preocupes. Haré lo que sea necesario para que nuestra familia esté bien.La