Christhopher estaba sentado en su oficina, visiblemente molesto, cuando su madre, Elizabeth, entró sin previo aviso y lo abrazó con cariño. Aunque él era un hombre serio y reservado, siempre había algo en el afecto de su madre que lo conmovía en lo más profundo, aunque nunca lo admitiera abiertamente. —Cariño, por favor, acompáñame al evento de la academia. Tu papá está trabajando y no puedo localizar a Santiago —le pidió Elizabeth, con su voz suave pero firme. Christhopher soltó un suspiro, dejando que su incomodidad se reflejara en su expresión. —Mamá, tengo asuntos que atender, y además, no me gusta el ballet —respondió, intentando evitar la invitación. Elizabeth sonrió con dulzura, sabiendo que su hijo, a pesar de sus protestas, tenía un lado más suave que rara vez mostraba. —Sé que te gustó alguna vez. Aún recuerdo cuando tú y San eran pequeños y asistían conmigo, desde que diseñé los planos para la academia —dijo, evocando recuerdos de su infancia. Christhopher rodó
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