Aquel era un lunes laborable como cualquier otro, o eso fue lo que pensó Estela esa mañana cuando llegó a la empresa. Sin embargo, su jefe tenía otros planes completamente diferentes para ese día. —Creo que no lo estoy entendiendo bien, señor—contestó la joven, enteramente convencida de que su audición le estaba jugando una mala pasada. «Seguramente el café de la panadería estaba adulterado», pensó, recordando que hoy su sabor estaba especialmente amargo. —Sabes que odio repetirme, Mancini—soltó su jefe con sorna y evidente desagrado. Estela suspiró, armándose de paciencia. Aquel hombre solía sacar lo peor de ella, por medio de sus respuestas cortantes e ínfulas de grandeza. —Lo sé, señor. Me lo ha dicho antes. Pero esto…—dejó inconclusa la frase, porque no hallaba la manera de decirlo. De hecho, tenía miedo de pronunciarlo en voz alta y que aquello se convertiría en una realidad, una de la que no pudiese escaparse.«No, seguramente escuché mal», volvió a decirse. —No tengo todo
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