—Lo siento, pero no me casaré con usted—declaró firmemente, negándose a leer aquellos papeles. De ninguna manera los firmaría.
Después de declarar dichas palabras, la joven pensó que el asunto estaba completamente zanjado y se dispuso a abandonar aquella oficina. Sin embargo, el mover de una silla y los inminentes pasos detrás de su espalda, le hicieron detener cualquier intento de escapar de ese despacho.Estela se quedó paralizada al sentir una mano sujetando fuertemente su brazo, pero no solamente era la osadía del asunto lo que la hizo parar en seco, sino que además, en ese punto dónde su mano se encontraba con su brazo, pudo sentir un inusual corrientazo. —¿Qué hace?—preguntó la mujer en un susurro. —No podrás deshacerte de este asunto tan fácilmente—fue la simple respuesta de su jefe, atreviéndose con sus acciones a irrumpir en su espacio personal. —No puede estar hablando en serio. Ya le dije que no…—Créeme, Mancini, estoy hablando muy en serio. No me obligues a usar maneras poco sutiles para convencerte. —¡¿Pero qué le pasa?! Ya le he dicho que no deseo casarme con usted—la voz de la joven se alzó, impotente. —¡Y yo tampoco quiero casarme contigo!—el tono del hombre era molesto—. Pero así son las cosas, Mancini, así que no tienes más opción que firmar esos papeles. —¡Está demente! Por supuesto que tengo más opción, es más, renunció—declaró sin titubear, alzando la barbilla para mostrar firmeza en su decisión. A Estela le gustaba su trabajo y sabía que perdería una excelente oportunidad en una de las mejores empresas del país, pero no podía seguir desempeñando su puesto en estas circunstancias. —¿Y crees que es tan sencillo como eso?—nuevamente una sonrisa retorcida se mostró en el cincelado rostro de su jefe. «Es hermoso», pensó la mujer, al detallar en lo varonil y seductor que se veía cuando mostraba ese lado tan perverso. —Lo es—murmuró por lo bajo, ruborizada ante su cercanía. Alexander ensanchó su sonrisa al detallar su nerviosismo. Él solía tener ese efecto en el género femenino, por lo que se sentía enteramente complacido de que la mujer no fuese la excepción a dicha regla. —Te diré lo que sucederá si no firmas—señaló con malicia—: perderás tu trabajo, pero no solamente eso, sino que me encargaré personalmente de que nadie nunca más vuelva a contratarte en tu vida. Y créeme cuando te digo que ni siquiera podrás trabajar limpiando pisos. Así que, en resumen, tu existencia será completamente miserable y estarás arruinada de por vida. Además, no habrá día sobre la faz de la tierra en el que no te arrepientas de haberte negado a firmar estos papeles. Estela sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo entero al escuchar esas palabras. Vaya, que ese hombre cuando se lo proponía era verdaderamente atemorizante. —No le tengo miedo—respondió altiva, pero en el fondo sí que le temía. Alexander Karlsson no se había ganado su fama del "rey de los negocios" siendo bueno y caritativo; no, todo lo contrario, sus socios sabían que era implacable y sagaz en cada una de sus decisiones. De hecho, solían compararlo con un animal hambriento, aunque su hambre era de poder y grandeza, y eso lo hacía mucho más peligroso que una fiera. —Deberías—afirmó muy cerca de su rostro. De nuevo, las mejillas de Estela se incendiaron ante su cercanía. Esto, aunado al temor que sentía, le dio el valor necesario para deshacerse del agarre que se mantenía en su brazo. —Haga lo que quiera. Yo renuncio—dicho aquello abandonó la oficina dando un sonoro portazo. Estela llegó a su cubículo y recogió sus pertenencias, luego se dispuso a teclear en su computador lo que se suponía era su carta de renuncia. Fue sarcástica cuando expuso sus razones para renunciar, señalando que lo hacía debido al acoso laboral del que era víctima. Una vez impreso el documento, regresó a la oficina de la que había huido una hora antes y colocó el papel sobre aquel costoso escritorio. El hombre ni siquiera despegó su mirada del computador cuando dijo: —Rinkeby es una ciudad pequeña, no creas que podrás escapar de mí en ese sitio—apuntó Alexander, mientras seguía atendiendo sus correos—. Y mucho menos en ese edificio de mala muerte en el que vives. —Podrá ser un lugar modesto, pero eso no le da el derecho a insultarlo. Aunque claro, usted cree que todos estamos rodeados de dinero o hemos nacido en cuna de oro. Lamento no poder vivir en un rascacielos en Estocolmo, pero me gusta mi vida tal y como está—dicho eso, dio media vuelta y marchó de la oficina. Una vez afuera de aquella empresa, Estela se permitió respirar con naturalidad mientras observaba las tan conocidas calles. A partir de ese momento era una mujer desempleada, así que debía pensar en qué hacer con su vida. «Siempre está la opción de regresar», susurró una vocecita en su mente. Recordándole que ese no era su lugar natal, sino que su verdadero hogar se encontraba en Italia, dónde absolutamente nadie la esperaba. Lo que sí le esperaba en ese sitio era una deuda que habían adquirido sus fallecidos padres y de la cual no se podía librar. De hecho, Estela había venido huyendo de ese país hacía cuatro años atrás. Sus padres, sin saberlo o quizás conociendo este detalle, habían adquirido una deuda con "Los tentáculos de la 'Ndrangheta calabresa". Una de las principales mafias de Italia y de toda Europa, esta organización criminal era el principal causante de muchas muertes a lo largo de la historia. Estela se lamentaba cada día por eso, si su hermana no hubiese enfermado en su niñez, entonces sus padres no se hubiesen visto obligados a relacionarse con esos delincuentes. Sin embargo, el trasplante de corazón de su hermana así lo ameritaba, y ahora, ambas, estaban endeudadas de por vida. Aunque claro, su hermana, de tan solo quince años de edad, no sería la encargada de pagar dicha deuda, sino que la responsabilidad recaía sobre sus hombros.Pero esos delincuentes no sabían que ella estaba viviendo en Suecia, así que se sentía completamente a salvo de esos mafiosos en ese lugar. Pero ahora, su jefe, había decidido interrumpir la paz que con tanto trabajo le había costado alcanzar, haciendo que se replanteará la idea de irse también de ese país…El día martes inició de una manera completamente diferente. Estela despertó con el sonido de su acostumbrada alarma, pero esta vez no era para asistir a su trabajo como solía serlo, sino que significaba el inicio de una nueva rutina: la de buscar empleo. Con una taza de café humeante, la joven se dispuso a detallar cada una de las ofertas de trabajo disponibles en el periódico. Tacho y resaltó, seleccionando así las mejores opciones, mientras que con ayuda de su computador enviaba su currículum a diferentes direcciones. —Buenos días—de repente una voz familiar, interrumpió su ajetreada búsqueda. —Amelia, has despertado ya—se levantó de la silla del comedor y se dispuso a preparar el desayuno—. Siéntate, cariño, prepare algo de comer para las dos. —Gracias, pero no se suponía que deberías estar en el trabajo—se sorprendió la menor de encontrarla aún en casa.Estela se mordió el labio inferior, dubitativa. No quería preocupar a su hermanita, pero lo cierto era que no podía ocultar
«¿Qué tan malo podría ser convertirse en su esposa?», se preguntó Estela, por primera vez en varias semanas. Sin embargo, tan pronto como el pensamiento la invadió, lo rechazó rápidamente. ¡De ninguna manera haría una cosa así! —Esto es acoso, señor Karlsson—señaló con firmeza—. Si continúa haciéndolo, me veré obligada a poner una denuncia en su contra. Así que, deténgase, si no quiere afrontar las consecuencias. —¿Amenazas? El hombre soltó una carcajada seca. —Tómelo como quiera. —Te recuerdo, Mancini, que no estás en posición de amenazar—le recordó con frialdad—. Soy yo quien tiene el poder para convertir tu vida en un infierno, así que cuida muy bien tus palabras. —¿Quién se cree que es? De ninguna manera me casaré con usted, ¡búsquese a otra y déjeme en paz!—la última frase, Estela la había gritado sin darse cuenta de las personas que se encontraban a su alrededor, la cuales le regalaron insistentes miradas. La joven colgó el teléfono y lo guardó de mala manera en su bols
—Acepto. Alexander Karlsson mostró una media sonrisa retorcida al escucharla. Se notaba que estaba enteramente complacido de que las cosas hubiesen salido como esperaba. —¿Qué te hizo creer que podías rechazarme?—se jactó seguro de que no había forma de que ninguna mujer lo rechazará. Él era Alexander Karlsson, no un tipo cualquiera al que podían ignorar. Estela prefirió no decir nada más, no tenía caso renegar de su futuro matrimonio. La decisión estaba tomada y por más que no soportará a aquel hombre, se convertiría en su esposo. —Quisiera leer esos papeles—señaló recordando los documentos que se había negado a leer semanas atrás. Alexander asintió y sacó de uno de los cajones de su escritorio, la carpeta que contenía todos los detalles sobre el contrato matrimonial. La joven tomó asiento en la silla desocupada frente a él, y se dispuso a revisar detalladamente aquellos papeles. Sabía muy bien que debía leer minuciosamente, puesto que no podía confiar en aquel sujeto. Todavía
—¿Mudarme? ¿Pero como se le ocurre?—renegó Estela, de esa decisión tan precipitada. —Déjate de tonterías, Mancini—la calló el hombre al otro lado de la línea—. Ya has firmado el contrato, así que a partir de este momento las cosas se harán a mi modo. Y claramente no pretenderás que deje que mi prometida viva en un barrio de mala muerte.Estela tuvo que reconocer a regañadientes, que Alexander Karlsson tenía un punto. —Pudo haberme avisado. No está bien que tome este tipo de decisiones sin siquiera consultarme. —Tonterías. Recoge tus cosas—dicho eso, colgó el teléfono. La joven exhaló soltando así en el aire toda su frustración. Al parecer, su inminente matrimonio ya había iniciado con el pie izquierdo. «Y todavía no nos hemos casado», pensó, dándose cuenta de que Alexander ya buscaba mantenerla controlada.—Hermana, ¿entonces tú no enviaste a estas personas?—volvió a cuestionar Amelia con preocupación. La jovencita temía haber cometido un grave error. —Tranquila, Amelia. Sí, los
Aquel era un lunes laborable como cualquier otro, o eso fue lo que pensó Estela esa mañana cuando llegó a la empresa. Sin embargo, su jefe tenía otros planes completamente diferentes para ese día. —Creo que no lo estoy entendiendo bien, señor—contestó la joven, enteramente convencida de que su audición le estaba jugando una mala pasada. «Seguramente el café de la panadería estaba adulterado», pensó, recordando que hoy su sabor estaba especialmente amargo. —Sabes que odio repetirme, Mancini—soltó su jefe con sorna y evidente desagrado. Estela suspiró, armándose de paciencia. Aquel hombre solía sacar lo peor de ella, por medio de sus respuestas cortantes e ínfulas de grandeza. —Lo sé, señor. Me lo ha dicho antes. Pero esto…—dejó inconclusa la frase, porque no hallaba la manera de decirlo. De hecho, tenía miedo de pronunciarlo en voz alta y que aquello se convertiría en una realidad, una de la que no pudiese escaparse.«No, seguramente escuché mal», volvió a decirse. —No tengo todo