«¿Qué tan malo podría ser convertirse en su esposa?», se preguntó Estela, por primera vez en varias semanas.
Sin embargo, tan pronto como el pensamiento la invadió, lo rechazó rápidamente. ¡De ninguna manera haría una cosa así! —Esto es acoso, señor Karlsson—señaló con firmeza—. Si continúa haciéndolo, me veré obligada a poner una denuncia en su contra. Así que, deténgase, si no quiere afrontar las consecuencias. —¿Amenazas? El hombre soltó una carcajada seca. —Tómelo como quiera. —Te recuerdo, Mancini, que no estás en posición de amenazar—le recordó con frialdad—. Soy yo quien tiene el poder para convertir tu vida en un infierno, así que cuida muy bien tus palabras. —¿Quién se cree que es? De ninguna manera me casaré con usted, ¡búsquese a otra y déjeme en paz!—la última frase, Estela la había gritado sin darse cuenta de las personas que se encontraban a su alrededor, la cuales le regalaron insistentes miradas. La joven colgó el teléfono y lo guardó de mala manera en su bolso. No quería saber nada de ese sujeto, pero al parecer insistiría con su absurda propuesta. ¿Matrimonio?¿Con él?¡Jamás! Estela entró a una tienda que estaba buscando dependienta y se ofreció para el puesto. La gerente del local la entrevistó de forma amable y todo parecía indicar que se quedaría con el empleo. De hecho, Estela estaba esperando por su uniforme para empezar ese mismo día, cuando la gerente apareció media hora después para decirle que la vacante la acababa de ocupar alguien más. Aquella excusa fue tan ilógica para la joven, que de inmediato supo que Alexander Karlsson estaba detrás.«Seguramente me están siguiendo», pensó, mirando en todas direcciones, cuando salió de dicha tienda. Esa era la única explicación que encontraba para que ese hombre pudiese sabotear todos sus intentos de conseguir un trabajo. Ante aquella nueva duda, Estela concluyó que debía tomar medidas mayores. De esa manera, se dirigió a la comisaría y trato de poner una denuncia: —Continuemos, señorita—el oficial que la atendía, acababa de ocupar nuevamente su escritorio para tomar nota de su denuncia. —Le decía que el señor Karlsson, mi exjefe, está acosándome desde hace varias semanas. —Karlsson, bien. El hombre pareció anotar con premura el apellido. Luego de recopilar los datos necesarios, el oficial prometió: —Investigaremos lo que está sucediendo, señora Mancini, pero comprenderá que sin pruebas es muy difícil hacer que el proceso avance, por el momento es simplemente su palabra contra la del señor Karlsson. —¡Pero le he dicho que tengo el registro de llamadas!—Una llamada entrante no nos dice nada. Derrotada, Estela abandonó aquella estación de policía. Sabía que era difícil lograr algo en contra de un hombre tan poderoso como Karlsson, pero era la única manera que tenía para luchar por su paz y la de su pequeña hermana. Ellas no tenían a dónde ir, y no quería exponer a su hermanita a iniciar nuevamente en un nuevo país. Eso seguramente la deprimiría mucho más. En otra zona de Rinkeby, Amelia acababa de culminar su turno en la tienda de souvenirs. La tienda cerraba relativamente temprano, por lo que a las seis de la tarde estaba lista para regresar a casa. La jovencita caminaba de regreso al viejo edificio donde vivía con su hermana, cuando algo captó su atención. Ella era tan solo una niña cuando esas personas irrumpieron en su hogar, pero aun así, no podía olvidar sus rostros. Dos hombres altos y de piel bronceada, caminaban del otro lado de la acera, a simple vista parecían otro par de habitantes de ese pueblo, sin embargo, no eran personas comunes y Amelia lo sabía muy bien. «Esos hombres», la chica se quedó paralizada, sintiendo como su corazón se aceleraba, lo cual no era nada bueno en su condición.Afortunadamente, el par de individuos no repararon en ella, lo cual le hizo soltar un suspiro aliviado, pero aquel alivio no duro por mucho tiempo. Antes de que aquellos hombres se perdieran por completo, uno de ellos volteo su mirada en su dirección, haciendo que sus ojos marrones se encontrarán con los suyos más claros. Fue una fracción de segundo, pero pudo ver el reconocimiento en su mirada. Inmediatamente, el hombre que la reconoció dio aviso a su compañero y ambos se dispusieron a alcanzarla. Amelia corrió de forma desesperada para huir de sus perseguidores. La jovencita no supo cómo lo logró, pero media hora después se hallaba en el departamento que compartía con su hermana, esperándola. —Estela—murmuró entre sollozos, cuando su hermana cruzó la puerta de entrada. —Amelia, ¿qué pasa?—se alarmó la mayor de encontrar a su hermanita en ese estado. —¡Se acabó! ¡Nos encontraron!—vocifero desconsolada. Estela palideció, temiendo que se tratase de lo que estaba pensando. —Cuéntame, ¿qué pasó?—preguntó con calma. La menor le relató con lujos de detalles cómo fue su encuentro con aquellos mafiosos, los cuales una vez al mes se presentaban en su antigua casa en Italia para cobrarle a sus padres una parte de la deuda que habían adquirido debido a su trasplante. —¿Pero estás segura de que son ellos? —¡Sí, hermana! ¡Lo son!Estela tragó saliva, tratando de hallar una solución. Sabía que no podía huir de por vida de esos hombres, pero no esperaba que la hubiesen encontrado tan pronto. —¡Nos matarán, no hay manera de que paguemos todo ese dinero!Realmente, Amelia tenía razón. Sin embargo, Estela no se resignó y le dijo: —Nada de eso sucederá. Te prometo que lo pagaremos. Seremos libres—habló con convicción, mientras apretaba el puño.—Es imposible y lo sabes—siguió llorando la menor. Ciertamente, era imposible, por más que trabajarán por el resto de su vida, no había manera de que reunieran una cantidad de dinero tan exorbitante. En ese momento a Estela se le ocurrió una idea que no tardaría en poner en marcha. Era la mañana de un lunes, cuando la joven mujer se presentó en la empresa IKEA. —Buenos días—saludó entrando en aquella conocida oficina. El hombre detrás del escritorio sonrió malicioso, sabiendo muy bien la razón por la cual estaba en su despacho. —Tardaste—mencionó con la indiferencia que lo caracterizaba. La mujer suspiró antes de decir: —Acepto.—Acepto. Alexander Karlsson mostró una media sonrisa retorcida al escucharla. Se notaba que estaba enteramente complacido de que las cosas hubiesen salido como esperaba. —¿Qué te hizo creer que podías rechazarme?—se jactó seguro de que no había forma de que ninguna mujer lo rechazará. Él era Alexander Karlsson, no un tipo cualquiera al que podían ignorar. Estela prefirió no decir nada más, no tenía caso renegar de su futuro matrimonio. La decisión estaba tomada y por más que no soportará a aquel hombre, se convertiría en su esposo. —Quisiera leer esos papeles—señaló recordando los documentos que se había negado a leer semanas atrás. Alexander asintió y sacó de uno de los cajones de su escritorio, la carpeta que contenía todos los detalles sobre el contrato matrimonial. La joven tomó asiento en la silla desocupada frente a él, y se dispuso a revisar detalladamente aquellos papeles. Sabía muy bien que debía leer minuciosamente, puesto que no podía confiar en aquel sujeto. Todavía
—¿Mudarme? ¿Pero como se le ocurre?—renegó Estela, de esa decisión tan precipitada. —Déjate de tonterías, Mancini—la calló el hombre al otro lado de la línea—. Ya has firmado el contrato, así que a partir de este momento las cosas se harán a mi modo. Y claramente no pretenderás que deje que mi prometida viva en un barrio de mala muerte.Estela tuvo que reconocer a regañadientes, que Alexander Karlsson tenía un punto. —Pudo haberme avisado. No está bien que tome este tipo de decisiones sin siquiera consultarme. —Tonterías. Recoge tus cosas—dicho eso, colgó el teléfono. La joven exhaló soltando así en el aire toda su frustración. Al parecer, su inminente matrimonio ya había iniciado con el pie izquierdo. «Y todavía no nos hemos casado», pensó, dándose cuenta de que Alexander ya buscaba mantenerla controlada.—Hermana, ¿entonces tú no enviaste a estas personas?—volvió a cuestionar Amelia con preocupación. La jovencita temía haber cometido un grave error. —Tranquila, Amelia. Sí, los
Aquel era un lunes laborable como cualquier otro, o eso fue lo que pensó Estela esa mañana cuando llegó a la empresa. Sin embargo, su jefe tenía otros planes completamente diferentes para ese día. —Creo que no lo estoy entendiendo bien, señor—contestó la joven, enteramente convencida de que su audición le estaba jugando una mala pasada. «Seguramente el café de la panadería estaba adulterado», pensó, recordando que hoy su sabor estaba especialmente amargo. —Sabes que odio repetirme, Mancini—soltó su jefe con sorna y evidente desagrado. Estela suspiró, armándose de paciencia. Aquel hombre solía sacar lo peor de ella, por medio de sus respuestas cortantes e ínfulas de grandeza. —Lo sé, señor. Me lo ha dicho antes. Pero esto…—dejó inconclusa la frase, porque no hallaba la manera de decirlo. De hecho, tenía miedo de pronunciarlo en voz alta y que aquello se convertiría en una realidad, una de la que no pudiese escaparse.«No, seguramente escuché mal», volvió a decirse. —No tengo todo
—Lo siento, pero no me casaré con usted—declaró firmemente, negándose a leer aquellos papeles. De ninguna manera los firmaría.Después de declarar dichas palabras, la joven pensó que el asunto estaba completamente zanjado y se dispuso a abandonar aquella oficina. Sin embargo, el mover de una silla y los inminentes pasos detrás de su espalda, le hicieron detener cualquier intento de escapar de ese despacho.Estela se quedó paralizada al sentir una mano sujetando fuertemente su brazo, pero no solamente era la osadía del asunto lo que la hizo parar en seco, sino que además, en ese punto dónde su mano se encontraba con su brazo, pudo sentir un inusual corrientazo. —¿Qué hace?—preguntó la mujer en un susurro. —No podrás deshacerte de este asunto tan fácilmente—fue la simple respuesta de su jefe, atreviéndose con sus acciones a irrumpir en su espacio personal. —No puede estar hablando en serio. Ya le dije que no…—Créeme, Mancini, estoy hablando muy en serio. No me obligues a usar manera
El día martes inició de una manera completamente diferente. Estela despertó con el sonido de su acostumbrada alarma, pero esta vez no era para asistir a su trabajo como solía serlo, sino que significaba el inicio de una nueva rutina: la de buscar empleo. Con una taza de café humeante, la joven se dispuso a detallar cada una de las ofertas de trabajo disponibles en el periódico. Tacho y resaltó, seleccionando así las mejores opciones, mientras que con ayuda de su computador enviaba su currículum a diferentes direcciones. —Buenos días—de repente una voz familiar, interrumpió su ajetreada búsqueda. —Amelia, has despertado ya—se levantó de la silla del comedor y se dispuso a preparar el desayuno—. Siéntate, cariño, prepare algo de comer para las dos. —Gracias, pero no se suponía que deberías estar en el trabajo—se sorprendió la menor de encontrarla aún en casa.Estela se mordió el labio inferior, dubitativa. No quería preocupar a su hermanita, pero lo cierto era que no podía ocultar