El día martes inició de una manera completamente diferente. Estela despertó con el sonido de su acostumbrada alarma, pero esta vez no era para asistir a su trabajo como solía serlo, sino que significaba el inicio de una nueva rutina: la de buscar empleo.
Con una taza de café humeante, la joven se dispuso a detallar cada una de las ofertas de trabajo disponibles en el periódico. Tacho y resaltó, seleccionando así las mejores opciones, mientras que con ayuda de su computador enviaba su currículum a diferentes direcciones. —Buenos días—de repente una voz familiar, interrumpió su ajetreada búsqueda. —Amelia, has despertado ya—se levantó de la silla del comedor y se dispuso a preparar el desayuno—. Siéntate, cariño, prepare algo de comer para las dos. —Gracias, pero no se suponía que deberías estar en el trabajo—se sorprendió la menor de encontrarla aún en casa.Estela se mordió el labio inferior, dubitativa. No quería preocupar a su hermanita, pero lo cierto era que no podía ocultar por mucho más tiempo su situación. —Sí, debería…—¿Acaso te sientes mal? ¿Estás enferma? —No, cariño, estoy perfectamente bien, pero…—¿Qué es esto? Amelia tomó entre sus manos los periódicos que se encontraban esparcidos sobre la mesa del comedor y los observó con detenimiento. Era el apartado de los clasificados, lo que su hermana había estado viendo durante toda la mañana. —¿Acaso te despidieron?—preguntó en tono preocupado. Estela supo que debía decirle la verdad, por lo que asintió quedamente confirmando sus sospechas. —Tanto como despedirme, no. Pero sí renuncié. —Oh. —Vamos, Amelia, ve a alistarte. Se te hará tarde para el colegio. —Hermana—la jovencita murmuró cabizbaja—, ¿has pensado en lo que te dije? —Amelia…—Es una buena oportunidad. —No es necesario, solo debes preocuparte por estudiar. —Pero hace falta, hermana. No quiero seguir siendo una carga para ti.—¿Por qué dices que lo eres? Estela se sintió disgustada de tener nuevamente aquella conversación. Desde la muerte de sus padres, Amelia había tenido serios problemas emocionales. Por lo general, la adolescente solía echarse la culpa del fallecimiento de sus progenitores. ¿Pero qué culpa podría tener una niña de once años, de que un accidente automovilístico acabase con la vida de sus padres?—Mamá y papá se estaban sobreexplotando mucho antes de morir—comenzó la menor con lágrimas asomándose en sus inocentes ojos—. Siempre estaban trabajando, no se conformaban con un empleo, sino que tenían dos. Esa madrugada, si no hubiesen estado cubriendo horas extras, nada de esto hubiese pasado. Aún estaríamos juntos, los cuatro. —Amelia, ya te he dicho que no es tu culpa lo que paso. —Espera, hermana. Aún no he terminado—la joven se secó las lágrimas que no había podido contener—. Y ahora tú, tienes un peso enorme sobre tus hombros. Y yo no quiero que la historia se repita, no quiero ver a mi hermana triste o siempre preocupada por conseguir más dinero, únicamente porque yo no puedo ayudarla. Aunque el trasplante de corazón había sido todo un éxito, Amelia era una jovencita que requería de cuidados especiales. Todo esto era muy costoso, desde sus chequeos constantes con los mejores médicos hasta sus medicamentos, pero aun así, Estela se había encargado de los gastos desde que murieron sus padres. —Amelia, ¿de dónde sacas eso?A Estela no le gustaba que su hermanita hablase con ese tono tan melancólico. —Yo no estoy triste, Amelia. Soy muy feliz a tu lado. Te amo, eres mi hermanita y haría cualquier cosa por ti. Lo sabes bien—la mujer se acercó y se dispuso a envolver en sus brazos a la menor. Ambas se abrazaron de esa forma por largo rato, mientras lloraban por la mezcla de emociones que sentían. —Solamente déjame ayudarte, hermana—sollozo la jovencita. Amelia quería trabajar, quería ayudar a su hermana. Era por eso, que había estado insistiendo en las últimas semanas que su hermana firmase el permiso que le permitiría hacerlo. Gracias a una compañera de colegio, tenía la oportunidad perfecta para trabajar, ya que la chica le había ofrecido empleo en la tienda de su padre. Estela se sentía en una encrucijada, su hermanita solamente tenía quince años, además de que su salud era vulnerable debido a su trasplante de corazón. Tenía miedo de tomar una decisión incorrecta al permitirle trabajar y que eso pudiese desencadenar en otros problemas más graves. —Amelia…—Por favor, hermana—suplico la chica una vez más. De esa manera, Amelia empezó a trabajar todos los días después del colegio. Estela no estaba muy convencida de ello, pero le permitió hacerlo, ya que no estaban atravesando su mejor momento económico. Realmente a la mujer le estaba costando mucho conseguir empleo, a cada entrevista que asistía conseguía el mismo resultado: "lo siento, no eres apta para el puesto". Y no importaba lo mucho que se esforzaba por encajar en el perfil que las empresas buscaban, apenas se retiraba de la entrevista, la llamaban para rechazarla. Ese día, Estela se sentía tan frustrada que no quiso regresar de inmediato a casa. Se quedó dando vueltas por las calles, atenta a cualquier anuncio que indicase que solicitaban empleada. En eso, su teléfono comenzó a sonar y la mujer lo sacó rápidamente esperanzada, quizás la llamaban de su última entrevista para darle una buena noticia; sin embargo, la voz que la recibió no era la de la mujer mayor que la había entrevistado hacía un par de horas atrás, sino que se trataba de una voz masculina, una que ella muy bien conocía: —¿Aún no te das por vencida?—le preguntó el hombre tras la otra línea.—Usted…En ese momento, Estela lo supo, no importaba lo mucho que se esforzará, no lograría encontrar empleo y eso era gracias a Alexander Karlsson. —¿Acaso creíste que mis amenazas eran simples palabras? —¿Qué quiere? ¿Por qué no me deja en paz? Pensé que ya…—¿Pensaste que te libraste de mí?—la interrumpió el hombre con una carcajada carente de humor—. Eso jamás pasará. Estela sintió nuevamente aquel escalofrío, recorrerle el cuerpo entero, odiaba admitirlo, pero sabía que tenía razón. Alexander Karlsson le estaba demostrando que cumpliría con su palabra de hundirla para siempre, así que, por primera vez, la mujer consideró seriamente la idea de casarse con él. «¿Qué tan malo podría ser convertirse en su esposa?», se preguntó internamente.«¿Qué tan malo podría ser convertirse en su esposa?», se preguntó Estela, por primera vez en varias semanas. Sin embargo, tan pronto como el pensamiento la invadió, lo rechazó rápidamente. ¡De ninguna manera haría una cosa así! —Esto es acoso, señor Karlsson—señaló con firmeza—. Si continúa haciéndolo, me veré obligada a poner una denuncia en su contra. Así que, deténgase, si no quiere afrontar las consecuencias. —¿Amenazas? El hombre soltó una carcajada seca. —Tómelo como quiera. —Te recuerdo, Mancini, que no estás en posición de amenazar—le recordó con frialdad—. Soy yo quien tiene el poder para convertir tu vida en un infierno, así que cuida muy bien tus palabras. —¿Quién se cree que es? De ninguna manera me casaré con usted, ¡búsquese a otra y déjeme en paz!—la última frase, Estela la había gritado sin darse cuenta de las personas que se encontraban a su alrededor, la cuales le regalaron insistentes miradas. La joven colgó el teléfono y lo guardó de mala manera en su bols
—Acepto. Alexander Karlsson mostró una media sonrisa retorcida al escucharla. Se notaba que estaba enteramente complacido de que las cosas hubiesen salido como esperaba. —¿Qué te hizo creer que podías rechazarme?—se jactó seguro de que no había forma de que ninguna mujer lo rechazará. Él era Alexander Karlsson, no un tipo cualquiera al que podían ignorar. Estela prefirió no decir nada más, no tenía caso renegar de su futuro matrimonio. La decisión estaba tomada y por más que no soportará a aquel hombre, se convertiría en su esposo. —Quisiera leer esos papeles—señaló recordando los documentos que se había negado a leer semanas atrás. Alexander asintió y sacó de uno de los cajones de su escritorio, la carpeta que contenía todos los detalles sobre el contrato matrimonial. La joven tomó asiento en la silla desocupada frente a él, y se dispuso a revisar detalladamente aquellos papeles. Sabía muy bien que debía leer minuciosamente, puesto que no podía confiar en aquel sujeto. Todavía
—¿Mudarme? ¿Pero como se le ocurre?—renegó Estela, de esa decisión tan precipitada. —Déjate de tonterías, Mancini—la calló el hombre al otro lado de la línea—. Ya has firmado el contrato, así que a partir de este momento las cosas se harán a mi modo. Y claramente no pretenderás que deje que mi prometida viva en un barrio de mala muerte.Estela tuvo que reconocer a regañadientes, que Alexander Karlsson tenía un punto. —Pudo haberme avisado. No está bien que tome este tipo de decisiones sin siquiera consultarme. —Tonterías. Recoge tus cosas—dicho eso, colgó el teléfono. La joven exhaló soltando así en el aire toda su frustración. Al parecer, su inminente matrimonio ya había iniciado con el pie izquierdo. «Y todavía no nos hemos casado», pensó, dándose cuenta de que Alexander ya buscaba mantenerla controlada.—Hermana, ¿entonces tú no enviaste a estas personas?—volvió a cuestionar Amelia con preocupación. La jovencita temía haber cometido un grave error. —Tranquila, Amelia. Sí, los
Aquel era un lunes laborable como cualquier otro, o eso fue lo que pensó Estela esa mañana cuando llegó a la empresa. Sin embargo, su jefe tenía otros planes completamente diferentes para ese día. —Creo que no lo estoy entendiendo bien, señor—contestó la joven, enteramente convencida de que su audición le estaba jugando una mala pasada. «Seguramente el café de la panadería estaba adulterado», pensó, recordando que hoy su sabor estaba especialmente amargo. —Sabes que odio repetirme, Mancini—soltó su jefe con sorna y evidente desagrado. Estela suspiró, armándose de paciencia. Aquel hombre solía sacar lo peor de ella, por medio de sus respuestas cortantes e ínfulas de grandeza. —Lo sé, señor. Me lo ha dicho antes. Pero esto…—dejó inconclusa la frase, porque no hallaba la manera de decirlo. De hecho, tenía miedo de pronunciarlo en voz alta y que aquello se convertiría en una realidad, una de la que no pudiese escaparse.«No, seguramente escuché mal», volvió a decirse. —No tengo todo
—Lo siento, pero no me casaré con usted—declaró firmemente, negándose a leer aquellos papeles. De ninguna manera los firmaría.Después de declarar dichas palabras, la joven pensó que el asunto estaba completamente zanjado y se dispuso a abandonar aquella oficina. Sin embargo, el mover de una silla y los inminentes pasos detrás de su espalda, le hicieron detener cualquier intento de escapar de ese despacho.Estela se quedó paralizada al sentir una mano sujetando fuertemente su brazo, pero no solamente era la osadía del asunto lo que la hizo parar en seco, sino que además, en ese punto dónde su mano se encontraba con su brazo, pudo sentir un inusual corrientazo. —¿Qué hace?—preguntó la mujer en un susurro. —No podrás deshacerte de este asunto tan fácilmente—fue la simple respuesta de su jefe, atreviéndose con sus acciones a irrumpir en su espacio personal. —No puede estar hablando en serio. Ya le dije que no…—Créeme, Mancini, estoy hablando muy en serio. No me obligues a usar manera