—¡Por favor, no lo hagas! —imploró Lis, ubicándose entre Desz y su futura presa. Temblaba. Los recuerdos del cochero y de los otros hombres siendo atacados se derramaron en su mente, pero allí estaba, dispuesta a ir en contra de la criatura, creyendo que podía hallar en él algo de piedad. —¡Te ordené que regresaras al palacio! —¡No lo haré, no dejaré que lo mates! ¡Yo puedo conseguir sangre para ti, no tienes que hacer esto! —insistió. Su mirada estaba llena de convicción; su corazón le suplicaba con su desgarrador canto no hacer enfadar a la bestia. —¡Quítate ahora! La princesa negó. El hombre, cuya voluntad aparentemente se había rendido ante Desz, se puso de pie y con un rápido movimiento la rodeó por el cuello. Contra su piel pegó un cuchillo que había logrado esconderse entre las ropas y la amenazó, a ella, que sólo quería salvarle la vida a costa de arriesgar la propia. Vaya corazón el de los humanos, pensó Desz, eran traidores por naturaleza. —El rey prometió que aquí en
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