Diana no supo en qué momento había acabado sentada en el regazo de Alexander, aferrada a su cuello y sin poder hablar porque sentía su garganta cerrada por el llanto.Su esposo no intentó consolarla con palabras, solo se quedó allí, con los brazos alrededor de su cuerpo y con su rostro pegado al suyo.Él no necesitaba decir nada, que no la abandonara y quedara a su lado era suficiente para permitirse mostrarse como lo que se sentía en ese instante, una niña indefensa.En su mente escuchaba a sus padres discutir una y otra vez: «¡No sirves ni para engendrar! ¡Un varón era la único que te pedí y mira lo que me has dado!».Intentó una y mil veces ser lo que él quería, siempre esforzándose más, siempre dando más y nada fue suficiente.No importaba todas las felicitaciones de sus profesores, las matrículas de honor, los premios que conseguía, su padre los miraba como si fueran basura.—Lo siento… Yo no quise avergonzarte —logró decir—. Me iré a casa, te prometo que no volveré a molestarte
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