Desde que le dije mi nombre, Enzo decidió que no me dejaría ir. Aquello era obvio desde un principio, no sé cómo pude ser tan tonta como para confesarle mi nombre real. Este lobo tiene algo que todavía no logro descifrar qué es, simplemente es algo que me atrae hacia él, que me hace obedecerlo, aunque no quiera. No lo entiendo, es extraño, y, sobre todo, peligroso. Encerrada en esta jaula he visto como el astro nocturno avanza hacia el paso de su ciclo a la luna llena. Mis chances de huir se hacen cada vez más reducidos; nadie me dice que pasa, solo de vez en cuando logro ver a Enzo ir y venir con algunos de sus perritos falderos, y se niegan a contestar a mis preguntas. Los intentos por escapar también se han visto frustrados, dado que siempre hay un guardia observando cada uno de mis movimientos las veinticuatro horas. Al menos he tenido la suerte de que el Beta, Alarick, no ha vuelto a acercarse a mí. Tres días han pasado donde me he mantenido con lo poco que se dignan a darme
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