Max miró el postre y regresó su espalda a la silla. Levantó la mano, haciendo que el mesonero se acercara de inmediato. —Para llevar. —Le entregó también una tarjeta negra. —Muy bien, señor. Cuando el mesonero se retiró, ella ya no le miraba, pensando que él tenia razón en absolutamente todo, también en lo innecesario que fue contarle esa parte íntima de su vida, añadiendo a esos pensamientos explicaciones, como la de comprender que a él no le gustó que desapareciera y que se le escapara se su vista, que siempre fue así, que solo bajó la guardia de manera momentánea y de igual forma agregó a todo su pensar, sus celos. Claudia era muy hermosa, demasiado. Confiaba en él, sabía que no era su amante, que no la engañaba, pero le molestaba que, a pesar de ser marido, aún no se sentía con derechos para exigirle nada. El mesonero llevó de vuelta la tarjeta y una factura que Max firmó. Él tomó la pequeña caja que guardaba el postre, aquel que no probó, y se levantó. Carraspeó con su gargan
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