Esa gatita que se había metido en mi habitación, se deslizó bajo mi cama y ahora ronroneaba a mi alrededor, semidesnuda, buscando el calor de mi piel, como si le fuera insuficiente el que ya hacía en esa densa noche tropical, fue más que suficiente para que se me olvidaran todos mis problemas, se distesaran mis músculos y solo tuviera ojos para ella, piel para sus caricias, labios para sus besos, manos para tocarla y brazos para rodearla y nunca más dejarla ir de mi lado. —No tengo mucho tiempo —repitió, susurrando contra mi oído—, aunque quisiera quedarme aquí, contigo, hasta que el sol nos encuentre desnudos, todavía haciendo el amor. El adormecimiento causado por los somníferos se evaporó tan pronto sentí su firme y redondo trasero entre las palmas de mi manos, que lo aferraron con fuerza y luego se deshicieron del satín blanco que lo bordeaba. Como si fuese un trofeo, levanté su ropa interior y se la pasé por el cuello, mientras mi gatita sonreía, traviesa, sabiendo lo que eso s
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