Al terminar el cuarto día de prueba, aceché, como un vampiro, la puerta de la habitación de Esmeralda. Sabía que los participantes no tardarían en subir después de haber comido y, escondido entre las sombras del pasillo, esperé a que del ascensor saliera mi joven víctima de cuello bronceado. Tuve que esperar por más de veinte minutos, pero, cuando escuché la campanilla del ascensor, mi espera tuvo su merecida recompensa. Se veía tan tierna e inocente, del todo ingenua cuando salí de entre la oscuridad y me abalancé encima de ella. Tapé su grito con mi mano y, con los ojos muy abiertos, llenos de terror, me reconoció. —Me diste un susto de muerte, tonto —dijo, con una sonrisa—. Espera, no, qué ha… La besé antes de que opusiera más resistencia. Fue un beso apasionado, seguido de otros tantos, hasta que exhibí la tarjeta de mi habitación.
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