Nunca había dormido tan rico en mi vida, tampoco abrazado, por esa corta noche, al cuerpo más especial que podía aferrar entre mis brazos. Pese al calor, no quería soltarla, deseaba que mi piel estuviera unida a la de ella sin dejar nunca se sentirla, recorrer sus hombros con mis labios cada que quisiera, pasear mi lengua mi por cuello y verla, contemplar su rostro, adormilado, a mi lado, sabiendo que podía, cuando el deseo me empujara a hacerlo, besar sus labios, sus párpados, sus mejillas y su frente. La amaba y estaba seguro de eso, de que el destino había conspirado conmigo para que Esmeralda y yo estuviéramos juntos, para siempre. Era, en ese momento, en una pequeña cabaña en medio de un hotel de glamping, entre unas sencillas sábanas de poliéster, el hombre más feliz del mundo. El despertador de mi celula
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