XXIV —Estás muy callado esta mañana, es raro ahora que parece que tienes mucho que decir y opinar de todo. Leo, quien estaba a la cabeza de la mesa, retaba un poco a su marido que se había sentado muy lejos de él, a su costado izquierdo. Lo veía con desespero, como revolvía con la cuchara el bol con el cereal y no llevar ni un bocado a sus labios. Abel, quien apenas le miraba de reojo con terror, se detuvo en seco. —No tengo apetito. Realmente no tengo ganas de nada. —Viró a verlo con casi una súplica en el rostro—. Por favor, Leonidas, deja libre a los chicos. Ya estoy contigo, no creo que me dejes ir, entonces suéltalos, por favor. Ya no sé ni cómo pedírtelo. Y no me hables de tener sexo. —Dime quién de ellos es tu amante. Si me lo dices, los dejaré ir. —¿Cómo estás tan seguro que uno de ellos es mi amante? —dijo Abel, fingiendo ser Adam, intentando saber en qué momento su hermano y Noah se delataron. —Por favor, Adam, dame algo de crédito. Gemías su nombre esa vez en tu depa
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