—He querido hablar contigo, muchacha, y si no me equivoco, sé que tú también has querido hacerlo conmigo. —Es cierto Padre —no me contuve y dejé salir mi temor ante el párroco. Sabía que era un hombre de fiar, un hombre de fe en quien Rodolfo había depositado toda su confianza. —Habla, Estefanía —me pidió. —Padre, sé que lo que voy a decirle parecerá una locura —le advertí. —Ponme a prueba, pero antes quiero saber cómo está tu relación con Elizabeth, sé que no es agradable. —Realmente no lo es, pero las aguas han estado tranquilas. —Aun así, muchacha, mantente alejada; ella ha estado muy susceptible y no quiero que por estar en ese estado depresivo, lancé ofensas en contra tuya. —Lo sé Padre, y no sabes cuánto he sufrido por esa situación. Pero, en fin, Dios es mi testigo que nada he hecho para ganar tan mortal odio; mi único pecado fue haberme enamorado de Adrián. —¡Pecado! —exclamó él. No pude disimular, mi cara se ensombreció. El sacerdote lo not
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