Cuernavaca, Morelos. Semanas después. La ciudad de la eterna primavera, había sido elegida, por Ernesto y Aline, para contraer nupcias, por lo que doña Ofelia Arriaga viuda de Alvarado, se encargó de complacer detalle a detalle a la pareja; sin embargo, agregó detalles, no escatimando en gastos. Disfrutó del hermoso camino acompañado de grandes hileras de las mejores rosas de la ciudad, en color rosado, lila, y nubes blancas, a los costados; además, de faroles con velas alumbrando el sendero para llegar hasta el altar que esperaba a que la hermosa novia atravesara por ahí. En horas más tarde, cuando el ocaso comenzó a caer, Ernesto ingresó al altar, acompañado de Farah, su madre. El joven admiró el enorme arco repleto de ramajes verdes y flores en los mismos tonos que los arreglos del camino al altar. —Siento que todo me tiembla —susurró a su mamá. —Es normal, solo se vive una vez en la vida algo como esto —refirió Farah. —Me muero de ganas por convertirme en su marido —murmuró
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