Un crujido resonó en el aire, con un sonido seco y profundo, como el estallido de brasas al rojo vivo. Entonces, una onda de calor emergió a mi alrededor y, con ella, mis espectros de fuego tomaron forma. Desde las sombras mismas, sus figuras emergieron con una majestuosa imponencia, sus cuerpos vibrando entre la realidad y el más allá. No eran simples bestias, no eran solo llamas; eran entidades vivientes, forjadas en el núcleo de una furia ancestral. Se alzaron en torno a mí, sus formas oscurecidas por siluetas etéreas que parecían danzar entre las llamas. Sus cuerpos fluctuaban, moviéndose entre lo tangible y lo incorpóreo, oscilando entre lo definido y lo informe. Cada uno de ellos tenía una apariencia única, aunque todos compartían un rasgo común: la sensación de peligro absoluto. Sus ojos —o lo que se asemejaba a ojos— eran orbes incandescentes de un brillo espectral, algunos centelleaban en un blanco puro y ardiente, otros en un rojo profundo, como si llevaran consigo el resp
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