El sol, que ya tenía rato merodeando en la mañana bajo un cielo azul profundo y sobre los bosques cubiertos de un manto gris; iluminaba la falda de la montaña, repleta de vegetación espesa y exuberante, plateando el río que corría manso hasta el fondo del valle. Más allá, se veían humaredas de los fogones elevándose en espiral y algún ave surcando el cielo, libre y dichosa, interrumpiendo el silencio solo turbado por el sonido del agua. Y yo, tendida en puente, rodeada de las rosas que había deshojado, respiraba el frío y fresco aroma de la mañana. No podía estar más feliz. Era domingo y no tenía que trabajar y para mayor dicha, las vacaciones escolares se habían vuelto una realidad. Imaginaba ver a Adal en el río o en el cenador, tomando el sol o meditando, o viniendo hasta mí para conversar. ¡Adal! ¡Qué bien se sintió
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