Siempre, desde un ángulo desvergonzadamente animal, caía en la tentación de pensar en Adal, llegando a un estado de exasperación tal, que ni el agua fría ni el más intenso de los éxtasis me podía aliviar. Gracias a Adal conocí sensaciones increíbles en mi cuerpo. Había despertado en mí, aún en su ausencia, un instinto secreto que me llevaba a desearlo de nuevas maneras, siempre más perversas e intensas. ¡Ay, Dios mío, si alguien se llegara a enterar! Me avergonzaba sentirme así, tan inocente y demoniaca a la vez. Jamás se lo conté a nadie. ¡Qué hermosas horas pasé frente al espejo explorando mi cuerpo, imaginado que a él lo pudiera desear! Mi cuerpo joven e inexperto aún tenía un eco de niñez, pero innegablemente, era ahora más mujer. Yo tenía esa típica carita redonda de las muchachas
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