Esa mañana no parecía diferente a las anteriores, todo transcurrió de la misma forma, me levanté a las seis de la mañana, tomé una ducha, me puse unos pantalones cortos, una camiseta y mis botas de montaña; bajé las escaleras y saludé a papá con un beso en el costado de su cabeza, estaba sentado en una silla frente a la mesa del comedor de la cocina leyendo la prensa. Hice café, preparé el desayuno –huevos, tocino y pan tostado– y serví todo en dos platos. Desde que mamá murió, a causa de una afección cardíaca cuando yo tenía ocho años, esa había sido nuestra rutina, con la diferencia de que antes él cocinaba para mí, y en lugar de ir a trabajar, asistía a la escuela. Pero las cosas habían cambiado mucho en los últimos años. —Gracias, cariño —dijo mi padre con un guiño y luego comenzó a comer. Papá no lo notó, pero mis ojos se quedaron sobre él por varios minutos, apreciando con nostalgia que se hacía cada vez mayor. Él siempre fue un hombre fuerte,
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