Aquel verano del noventa y siete retumba en mi memoria mientras te vigilo el sueño. Tan pequeña e indefensa. Igual que ahora, pero por motivos diferentes. El doctor evidenció cuánta experiencia tenía al entrar en la habitación con una muñeca gigantesca.
Te cambió el semblante. Estabas tan distraída con el inesperado regalo del médico, que ni cuenta te diste del piquete en el brazo.
…
—Muchas gracias, doctor.
—No tienes de qué agradecer. Nuestra función va más allá de repararles la salud a los pacientes. Al tratar con niños, nos enfrentamos a misiones titánicas para que el escenario les afecte lo menos posible. Hoy fue solo una inyección, cosita de nada para nosotros, pero para ellos es un boleto al infierno. No nos cuesta nada endulzarles el camino.
—Es verdad —le dije—. Pero no todos se dan el tiempo de pensar en esas cosas.
—Algunos le invierten más a lo técnico. Yo me enfoco en lo psicológico. No siempre fue así, he de admitirlo.
Entonces me contó la historia de Raquel: una niña de catorce años a la que le diagnosticaron cáncer a escasos meses de su fiesta de quinceaños. Evidentemente tuvo que cancelarse, pues por más positivos que fueran sus padres, la quimioterapia haría de las suyas, convirtiéndole el sueño en pesadilla.
No obstante, él le cambió el humor con esa estupenda idea de armarle una fiestecita sorpresa en el hospital, donde amigos, familiares y conocidos le permitieron escapar, aunque de manera momentánea, de tan grisácea realidad.
—Los padres de Raquel te estarán eternamente agradecidos —aventuré—. No quiero ni imaginarme en esa situación.
—La niña murió un par de semanas después. No tuve el valor de ir al funeral, pero me contaron que entre tanto dolor hubo quién se atrevió a recordar algunas cosas de la fiesta, y sonrieron un poquito. ¿Te imaginas? Habiendo tanto motivo para sufrir, un simple festejo aboyó la amargura. Desde entonces entendí que en nuestras manos hay más que medicinas y herramientas de cirugía. Un simple gesto puede cambiarles la vida.
…
La pena toca mi puerta, doctor, pero desgraciadamente no estás aquí. ¿Quién diría que la vida se te acabaría un par de años después, por la misma enfermedad que se llevó a Raquel? ¿Quién diría que nos harías tanta falta ahora que mi Luz le sigue los pasos?
No podía ni imaginarme en esa situación, y hoy cumplo cinco años en ella.
¿A qué hora llegas con la muñeca gigantesca?
—¿La amas? —pregunta Rogelio.—¿A quién? —respondo, haciéndome el desentendido.—A Blanca.—¿Por qué habría de amarla? —contesto a la defensiva—. Si estamos por divorciarnos.De un sorbo me acabo el café y esquivo la mirada. Rogelio es el único amigo que me queda de la infancia. Con verme a los ojos lo descubriría todo.—Martín, te conozco —me dice.Les dije.—¿Entonces?—Aún estás a tiempo.—¿A tiempo de qué?—De arreglar las cosas, por Dios. Los dos están sufriendo… no quieren dejarse.—Pero tenemos que hacerlo.—¿Por qué?—Porque en ambos está la muerte de Luz. Verle la cara en la mañana, es recordarla gritando a los pies de nuestra ni&nti
—Ya te dije que no, Luz. No insistas —digo sin voltear a ver a nuestra hija.Supongo que se debate entre el llanto y la rabieta.—Cariño, no va a pasarle nada —intercede mi marido—. La cuidaré bien.—Ya sabes qué opino de esas cosas, Martín.—Es solo una cabalgata. Conocemos a la yegua. Además, iremos todos juntos.…Recuerdo la mirada suplicante de mi hija tras la intervención de su padre. Él la secundó con esos ojos cuasi amarillentos que navegan entre la rareza y la belleza. ¿Qué más podía hacer? Tuve que aceptar y aferrarme a los cuadros que cuelgan de la pared. Capaz en la bondad de ellos calmaba mis nervios. —¿Y ella qué opina de todo esto?—¿De las terapias?—No. Espera… ¿sabe de ellas?—No.La doctora suspira y le entrega su paciencia al de arriba. Él la ignora. O hace como que la escucha. Para el caso es lo mismo.—Me refiero a lo que me cuentas. ¿Sabe que te culpas?—¿Que si lo sabe? Es su deporte favorito.…Era un mañana otoñal. De esas veces que a esta ciudad rara se le antoja obedecer a las estaciones. Salimos de casa. Luz y Blanca portaban un impermeable amarillo, yo disfrutaba de la lluvia. Te vas a enfermar, ambas me advirtieron, mas yo no hice caso. Emulé la rebeldía de hace unos cuantos meses, cuando convencí a mi niña de montarse a caballo para sacarme el susto de mi vida. Me espanta, admito, recordar más la emoción de verla caba5
—¿Qué les pasa?—¿A quiénes, cariño?—A ustedes. Papá y tú están muy raros últimamente. Es por mi culpa, ¿verdad?Sospecho que Luz escuchó el crujido de mi corazón, por eso me regala una caricia en la mejilla y me ve con esos ojos que pronto, según los doctores, cerrarán para siempre.¿Cómo le haré para seguir adelante?, si al imaginarla muerta se me parte el alma. ¿Para qué continuar?, si desde hace cinco años esto ya no es vida.—Arreglen sus cosas, por favor. Es lo único que les pido. No me quiero ir sabiendo que fui la causante de su divorcio.—No digas eso, corazón. Los dos estamos muy nerviosos por todo lo que está pasando, pero no vamos a divorciarnos. Y tú no vas a irte a ningún lado.
Dicen que las penas unen o desunen, pero lo que hizo con nosotros no tiene nombre. No hay ratos buenos ni ratos malos. Estamos mezclados en una cueva de la que, sospecho, jamás saldremos.En los días menos muertos nos respondemos el saludo y decidimos ignorarnos hasta que el sueño nos recoja. Esto es casi siempre a las ocho o nueve de la noche. Mientras más corto sea el día, mejor. Mientras más duremos en otro mundo, también.—Anoche hablé con Luz —soltó Blanca, reflexiva—. Me hizo prometerle una tontería.—¿Qué cosa?—Quiere que nos llevemos mejor.—Quizás eso deberíamos hacer.—Quizás, pero no podremos.—No bajo esa actitud —agregué—. Me dejas remando solo, Blanca.
—¿Realmente crees que fue su culpa?—Hablemos de otra cosa, Georgina.—Estás en tu derecho, pero creo que no puedes ser tan injusta con mi hermano.—Ese es el problema —le digo—. Martín es tu hermano. Ves por él, y está bien. Yo veo por Luz.—Luz ya no está más, Blanca. ¿Crees que le encantaría saber que ustedes se divorciaron poco tiempo después de su…?—No sigas, por favor —le suplico en un hilo de voz casi inaudible.—Lo siento.—Está bien —agrego sin voltearla a ver—. Tengo que irme. Me siento un poco mareada.—¿De nuevo?—Sí. No he dormido bien últimamente.Miento. He dormido más de la cuenta.—Está bien. ¿Quedamos el lunes?&mda
—El problema fue que la quise cuando no me quería ni a mi mismo.Suelto sin darme cuenta de que la doctora bien puede tomar mi acalorada deducción como un agravio a su profesión. Como quienes aseguran que la depresión se cura sola o que el cáncer te da por acumular sentimientos negativos.Ella, sin embargo, conserva la calma. Hoy viene de buenas, me parece.—Cuéntame un poco sobre Blanca —me dice—. ¿Qué fue lo que hizo que te enamoraras de ella?—Era la más hermosa del colegio, ¿sabes? Tenía unos ojos que te invitaban a sonreír y luego te perdía en ellos. Aún no entiendo qué vio en mí.—Las mujeres somos vanidosas, Martín. Nos enamoramos de quienes nos ven como tú la veías.—¿Y cómo sabes cómo la ve&i
—¿Pudo haber sido el accidente?—No necesariamente.—¿Pero existe la posibilidad?—Son solo hipótesis, señora. No hay antecedentes concretos.Es difícil odiar a quien le juraste amor eterno frente a un altar, pero es imposible no hacerlo después de que éste te condenó a la hija.—Es injusto —participa Martín.—Estoy de acuerdo. Es injusto que le hayas arruinado la vida a nuestra niña —le respondo mientras le ofrezco una mirada endiablada.Él agacha la cabeza, quiere ser cualquiera menos mi esposo… menos el padre de esa niña que nos espera allá afuera sin saber que escuchará la peor de las noticias.—Perdonen que me entrometa —dice el doctor—, pero les recomiendo calmarse antes de hablar con Luz.Último capítulo