—¿La amas? —pregunta Rogelio.
—¿A quién? —respondo, haciéndome el desentendido.
—A Blanca.
—¿Por qué habría de amarla? —contesto a la defensiva—. Si estamos por divorciarnos.
De un sorbo me acabo el café y esquivo la mirada. Rogelio es el único amigo que me queda de la infancia. Con verme a los ojos lo descubriría todo.
—Martín, te conozco —me dice.
Les dije.
—¿Entonces?
—Aún estás a tiempo.
—¿A tiempo de qué?
—De arreglar las cosas, por Dios. Los dos están sufriendo… no quieren dejarse.
—Pero tenemos que hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque en ambos está la muerte de Luz. Verle la cara en la mañana, es recordarla gritando a los pies de nuestra niña. Cuando se arregla el cabello y se maquilla, la veo a ella. Tiene su cara y sus ojos, el tono de voz y la bondad. ¿Cómo no he de amarla?, si ésta mujer es lo que me queda de mi Luz. ¿Cómo seguir?, si mientras más avanzo más me pierdo… más me quedo en nuestra pena.
Y en acto dantesco del destino, justo al cierre de mi respuesta, veo a Blanca cruzar la puerta en compañía de su abogado.
Está preciosa, como siempre. Más que antes, aventuro. Lleva ese vestido blanco que le resalta la pureza de su piel y el verde de sus ojos. Camina y me transporta a aquél verano en que la conocí. Ella tan llena de cariño, yo tan carente del mismo. Por eso hicimos buen equipo.
—Hola —saludas y me regalas una última sonrisa.
—Y aquí estamos —respondo entre suspiros.
Platicamos un poco, sin vernos a los ojos. No podemos no discutir antes de la firma, pero la batalla es distinta. Hay más melancolía y menos enojo. Sabemos, sin más, que estamos por terminar.
Mis adentros esconden un ruego silencioso. Quiero que el de arriba nos llene de valor y nos permita una última jugada. Le exijo que compense el dolor perpetuo, que nos regale uno de esos impulsos dignos de adolescentes enamorados, pero Él va sordo.
Ambos firmamos ese papel que juramos jamás leer, y así dimos fin a treinta años de puro amor. Décadas que se perdieron en el abismo tras la muerte de nuestra hija.
¡Que alguien encienda la Luz, por favor!
—Ya te dije que no, Luz. No insistas —digo sin voltear a ver a nuestra hija.Supongo que se debate entre el llanto y la rabieta.—Cariño, no va a pasarle nada —intercede mi marido—. La cuidaré bien.—Ya sabes qué opino de esas cosas, Martín.—Es solo una cabalgata. Conocemos a la yegua. Además, iremos todos juntos.…Recuerdo la mirada suplicante de mi hija tras la intervención de su padre. Él la secundó con esos ojos cuasi amarillentos que navegan entre la rareza y la belleza. ¿Qué más podía hacer? Tuve que aceptar y aferrarme a los cuadros que cuelgan de la pared. Capaz en la bondad de ellos calmaba mis nervios. —¿Y ella qué opina de todo esto?—¿De las terapias?—No. Espera… ¿sabe de ellas?—No.La doctora suspira y le entrega su paciencia al de arriba. Él la ignora. O hace como que la escucha. Para el caso es lo mismo.—Me refiero a lo que me cuentas. ¿Sabe que te culpas?—¿Que si lo sabe? Es su deporte favorito.…Era un mañana otoñal. De esas veces que a esta ciudad rara se le antoja obedecer a las estaciones. Salimos de casa. Luz y Blanca portaban un impermeable amarillo, yo disfrutaba de la lluvia. Te vas a enfermar, ambas me advirtieron, mas yo no hice caso. Emulé la rebeldía de hace unos cuantos meses, cuando convencí a mi niña de montarse a caballo para sacarme el susto de mi vida. Me espanta, admito, recordar más la emoción de verla caba5
—¿Qué les pasa?—¿A quiénes, cariño?—A ustedes. Papá y tú están muy raros últimamente. Es por mi culpa, ¿verdad?Sospecho que Luz escuchó el crujido de mi corazón, por eso me regala una caricia en la mejilla y me ve con esos ojos que pronto, según los doctores, cerrarán para siempre.¿Cómo le haré para seguir adelante?, si al imaginarla muerta se me parte el alma. ¿Para qué continuar?, si desde hace cinco años esto ya no es vida.—Arreglen sus cosas, por favor. Es lo único que les pido. No me quiero ir sabiendo que fui la causante de su divorcio.—No digas eso, corazón. Los dos estamos muy nerviosos por todo lo que está pasando, pero no vamos a divorciarnos. Y tú no vas a irte a ningún lado.
Dicen que las penas unen o desunen, pero lo que hizo con nosotros no tiene nombre. No hay ratos buenos ni ratos malos. Estamos mezclados en una cueva de la que, sospecho, jamás saldremos.En los días menos muertos nos respondemos el saludo y decidimos ignorarnos hasta que el sueño nos recoja. Esto es casi siempre a las ocho o nueve de la noche. Mientras más corto sea el día, mejor. Mientras más duremos en otro mundo, también.—Anoche hablé con Luz —soltó Blanca, reflexiva—. Me hizo prometerle una tontería.—¿Qué cosa?—Quiere que nos llevemos mejor.—Quizás eso deberíamos hacer.—Quizás, pero no podremos.—No bajo esa actitud —agregué—. Me dejas remando solo, Blanca.
—¿Realmente crees que fue su culpa?—Hablemos de otra cosa, Georgina.—Estás en tu derecho, pero creo que no puedes ser tan injusta con mi hermano.—Ese es el problema —le digo—. Martín es tu hermano. Ves por él, y está bien. Yo veo por Luz.—Luz ya no está más, Blanca. ¿Crees que le encantaría saber que ustedes se divorciaron poco tiempo después de su…?—No sigas, por favor —le suplico en un hilo de voz casi inaudible.—Lo siento.—Está bien —agrego sin voltearla a ver—. Tengo que irme. Me siento un poco mareada.—¿De nuevo?—Sí. No he dormido bien últimamente.Miento. He dormido más de la cuenta.—Está bien. ¿Quedamos el lunes?&mda
—El problema fue que la quise cuando no me quería ni a mi mismo.Suelto sin darme cuenta de que la doctora bien puede tomar mi acalorada deducción como un agravio a su profesión. Como quienes aseguran que la depresión se cura sola o que el cáncer te da por acumular sentimientos negativos.Ella, sin embargo, conserva la calma. Hoy viene de buenas, me parece.—Cuéntame un poco sobre Blanca —me dice—. ¿Qué fue lo que hizo que te enamoraras de ella?—Era la más hermosa del colegio, ¿sabes? Tenía unos ojos que te invitaban a sonreír y luego te perdía en ellos. Aún no entiendo qué vio en mí.—Las mujeres somos vanidosas, Martín. Nos enamoramos de quienes nos ven como tú la veías.—¿Y cómo sabes cómo la ve&i
—¿Pudo haber sido el accidente?—No necesariamente.—¿Pero existe la posibilidad?—Son solo hipótesis, señora. No hay antecedentes concretos.Es difícil odiar a quien le juraste amor eterno frente a un altar, pero es imposible no hacerlo después de que éste te condenó a la hija.—Es injusto —participa Martín.—Estoy de acuerdo. Es injusto que le hayas arruinado la vida a nuestra niña —le respondo mientras le ofrezco una mirada endiablada.Él agacha la cabeza, quiere ser cualquiera menos mi esposo… menos el padre de esa niña que nos espera allá afuera sin saber que escuchará la peor de las noticias.—Perdonen que me entrometa —dice el doctor—, pero les recomiendo calmarse antes de hablar con Luz. —Quizás lo mejor sea el divorcio.Blanca es ágil de mente, si tarda en responder es porque busca las palabras adecuadas para el momento.—Me lo he estado pensando mucho en estos días, ¿sabes?¿Responder con una pregunta?, ésta no es Blanca. A ella le domina el orgullo o el intelecto, nunca la incertidumbre. Va siempre fría o caliente… ¿tibia? Jamás.—No creo que tengamos solución —le digo.Ella ríe un poco, yo la acompaño en el engaño. Podrán haber ocurrido mil cosas desde el accidente hasta ahora, mas nunca hemos dejado de amarnos.—¿Y si lo pensamos un poco? —propone.Duramos cuatro años como novios, llevamos treinta de casados y nunca la había escuchado con tanta ternura, con tanto amor. Su pregunta es ligera, bastante norma11