Soraya se acercó a su hijo con paso lento y preocupado. Aunque aroma a alcohol inundó sus fosas nasales, se enfocó en observar los moretones que él tenía en los pómulos. Con gesto delicado, tocó su mejilla, sintiendo la textura áspera de la piel magullada, pero él apartó su mano con cansancio. —Hijo, déjame curarte —susurró Soraya con angustia, viendo el labio inferior entreabierto y la ceja partida de Sebastián. Sin embargo, él no la escuchaba, alejándose en silencio hacia su habitación. —No te preocupes, mamá. Solo necesito descansar —murmuró él con voz ronca, afectada por la ebriedad. —Prometo que no me tardaré —insistió siguiéndolo, pero él se encerró en su habitación. Soraya se estaba preocupando por su silencio, y su gesto taciturno. A pesar de su deseo de ayudarlo, de entenderlo, Sebastián permanecía distante, sumido en su propio mundo. —Debo prepararle un caldo de pollo y verduras, le hará bien —murmuró para sí misma, mientras regresaba al salón, encontrando que el a
Ante la propuesta de Nicolás, Alexa sintió que su corazón daba un vuelco, y algo en su interior le decía que no debía, pero la idea de tener un edificio a su nombre le pareció un punto a favor para presumir. Tres días después. Cuando el taxi se detuvo frente a un club nocturno cuya vibrante luz de neón teñía la calle de azules y violetas, Lizbeth negó con la cabeza, y su expresión parecía un tapiz de resignación y sorpresa. —Cuando dijiste que saldríamos, pensé que iríamos a un restaurante o algo así, no tengo ánimos— se quejó Lizbeth, pero Milena no hizo caso a su negativa, sino que salió del taxi energéticamente y la jaló de la mano. —Ya lloraste suficiente, no te pido que olvides a tu bebé, pero no lo vas a revivir. Cómo estás muy bien de salud, vamos a sacar todas las penas con alcohol— le dijo Milena, arrastrándola hacia el interior del club cuyo umbral parecía separar dos mundos. Se sentaron en la barra, y Lizbeth se rió sin poder poner más excusas. Conociendo a su am
Avergonzada y sin entender qué rayos pasó la noche anterior después de los últimos cócteles, Lizbeth miraba a Soraya, quien le estaba pasando un zumo de pomelo con miel para la resaca. —Gracias —musitó apenas audible mientras palmeaba el hombro de su amiga, quien con el delineador corrido y los cabellos alborotados se sentó en la cama con los ojos cerrados. —Chicas, ¿cómo pueden tomar hasta el punto de perder la razón? —las corrigió Soraya con expresión seria. —En mi defensa, yo tomé ron a la roca, ni los machos más machos pueden tomar ron sin perder la noción del tiempo —replicó Milena, aún bostezando. —Contrólate, mira dónde estamos —la golpeó Lizbeth para que despertara debidamente, y cuando Milena enfocó a Soraya, abrió los ojos como platos. —¿Es tu suegra? —Lizbeth no dijo nada, solo miró a Soraya sintiendo pena. —Sí, en efecto, es ella. Señora, quería verla. No puede pedirle a mi amiga que deje al hombre que ama como si fuera algo sencillo… —reclamaba Milena, empezando a m
Lizbeth se levantó furiosa y se alejó con pasos tan apresurados que chocó con un camarero que llevaba en una bandeja varios batidos, derramándolos sobre su cara.—¡Perdón! — dijo apenado el camarero, mientras otra persona extendía un pañuelo hacia ella. Con los cristales de sus lentes empañados, Lizbeth apenas pudo notar que una mano se acercaba a su cara. Espantada, pensando que era Nicolás, tiró su propia mano hacia adelante para impedirlo. Sin embargo, con su movimiento torpe, terminó por echarle un café caliente sobre el pecho a otra persona.—¡Ah, rayos! —, se quejó esta persona, provocando que ella se tensara al reconocer el timbre de su voz.—Sebastián… — balbuceó Lizbeth, sintiendo cómo los latidos de su corazón se aceleraban, mientras que con manos nerviosas buscaba limpiar los cristales de sus anteojos.Sebastián empezó a reír irónicamente.—No sé por qué demonios tengo complejo de héroe. Tú me has hecho de todo en mi vida, que solo faltaba que me quemara con café —, le oyó
Alexa miraba con gesto desesperado cómo su marido echaba cada una de sus pertenencias dentro de una maleta, mientras resoplaba airado. Ella, angustiada, empezó a sacar cada prenda que él tiraba desorganizadamente; sin embargo, él no se daba por vencido y volvía a ponerlas dentro.—Cariño, puedo explicarte —le decía ella, casi al borde del llanto.—Mejor ahórrate tus explicaciones. Siento asco por ti —aseveró el hombre con tono hiriente.—¿Me tienes asco? —ella se rió histéricamente, con lágrimas en los ojos. —Quien debería decir esas palabras soy yo. Eres un mediocre. Lo que acabas de ver, lo hice para asegurar nuestra estadía aquí, porque dependemos de un hombre que espera que mi hermana le abra las piernas para estar feliz, y esa desgraciada no lo quiere —se justificaba con mentiras, mientras el hombre se echaba a reír irónicamente.—Y como ella no quiso, decidiste hacerlo tú. Eres una rastrera. Siempre vi lo que eras, solo que me costó aceptar que eres una mujer patética, vulgar y
—Buenas noches, disculpen mi demora — dijo Lizbeth, y el mundo pareció detenerse por un instante. Su cabello rubio caía en ondas sueltas sobre sus hombros, y sus ojos brillaban sin los feos lentes que solía usar. Vestía un vestido blanco ajustado que realzaba sus curvas de manera provocativa pero elegante. Sebastián, que conocía bien la belleza natural de Lizbeth, quedó atónito. Incapaz de apartar la mirada de ella, sintiéndose atraído. La había visto en su versión más sencilla, pero esta transformación era asombrosa. Sin embargo, sus pensamientos se volvieron oscuros. «¿Por qué ahora? ¿Por qué no se vistió así cuando se lo pedí? ¿Estará tratando de molestarme?». Desvió la mirada para dejar de admirarla, sin querer que ella se diera cuenta de cuánto le afectaba su belleza. Jorge, el hermano burlón de Sebastián, rompió el silencio. —¡Vaya, vaya! Parece que Fiona se ha convertido en Betty versión 3.0 — parloteó con una sonrisa. Aunque intentaba ser gracioso, su sorpresa era evidente.
—Te juro que no es lo que piensas — le dijo Lizbeth a Sebastián, intentando explicarse, y este alzó la mano derecha pidiéndole silencio con ese gesto mudo. —Desde cuándo te importa lo que yo piense. No me debes explicaciones — replicó Sebastián sin girar el rostro para verla, manteniendo sus ojos fijos en Nicolás, quien estaba recostado de su camioneta con postura relajada, sosteniendo un ramo de rosas azules mezcladas con rosas blancas. —Por supuesto que debo. Eres mi esposo... — Sostenía ella con voz temblorosa, cuando él volvió a interrumpirla. —Lo soy, pero no porque así lo desees. Pronto acabaré con esto para que puedas hacer lo que quieras sin sentirte atada a mí — expresó Sebastián, con tanto resentimiento que Lizbeth sintió ganas de llorar y se mordió el labio inferior. —No... —¡Sal de mi auto! — le pidió cortante, sin darle oportunidad de justificar todo. Lizbeth quedó desolada al ver que en cuanto se desmontó del coche y este arrancó. Observaba la carretera con la esper
Al volver a casa esa noche, la figura de Sebastián se dirigió pesadamente hacia su refugio personal: la oficina, un lugar rebosante de recuerdos y sueños, ahora convertido en su santuario de desolación. La habitación estaba sumida en una penumbra apenas rota por la mortecina luz de su escritorio de cristal, que proyectaba sombras danzantes que parecían burlarse de su tormento. Se lanzó sobre la silla de cuero, dejando que el aroma del alcohol inundara el aire, como una compañía tan amarga como sus pensamientos. Cada trago era un intento de ahogar las imágenes que torturaban su mente: escenarios ficticios de traición, donde Nicolás se convertía en el protagonista de su desventura amorosa. Su rostro era un torrente de emociones: ceño fruncido, mandíbula tensa, ojos que brillaban con la tormenta interna de su resentimiento.Soraya, como madre preocupada y atenta, no pudo soportar más la incertidumbre que corroía su corazón. Cruzó el umbral de la oficina sin previo aviso, con la preocup