Soraya sentía acelerados los latidos de su corazón, ya que no había tenido una experiencia similar con Sergio en mucho tiempo. Su vida se había vuelto rutinaria; solamente vivían el día a día, con escasos momentos íntimos como pareja. Ambos habían dejado de esforzarse en su relación, especialmente ella. Y en ese instante se cuestionaba «¿Cuándo fue que empezó a dejar pasar los días, dedicándose únicamente a los demás?». Su rutina se enfocaba en controlar a su hijo frente a situaciones de ira, ahora tan escasas, lidiar con las repetidas ofensas de su suegra, hijastros e incluso de sus esposas, y encargarse de las labores domésticas para todos.El amor por su esposo no se había extinguido, simplemente sentía que se había quedado en un segundo plano, olvidándose de cuidar también su aspecto de mujer, además de ser una esposa; se había limitado a ser una nuera sumisa.Salieron al mediodía y ella no tuvo que preocuparse por la comida ni por atender a los demás, ya que Sergio solo le dijo
Lizbeth sintió cómo el mundo se derrumbaba a su alrededor una vez más. La vida parecía empeñarse en golpearla cuando menos lo esperaba. Con las manos temblorosas y el corazón latiendo furiosamente por el estrés y la angustia, guardó su teléfono en el bolso que la oficial acababa de devolverle.Sin mirar atrás, atravesó los pasillos del centro penitenciario que tanto la habían intimidado minutos antes. Ahora, esos mismos pasillos parecían interminables, cada paso resonaba con el eco de su urgencia. Al salir al exterior, el aire frío la golpeó en el rostro, como un brutal recordatorio de la realidad que enfrentaba.Lizbeth corrió hacia su coche, las llaves temblaban en su mano mientras intentaba, sin éxito, calmarse por el bien de los bebés que llevaba dentro. Arrancó el motor en un intento de escapar no solo de ese lugar sino también de las emociones que la oprimían. Sabía que el hospital no estaba lejos, pero cada semáforo en rojo era una tortura, y cada minuto una eternidad.Al llega
Lizbeth se encontraba en el sombrío cementerio de su antiguo barrio, bajo un cielo nublado que parecía llorar junto a ella. A su alrededor, una multitud de rostros conocidos le devolvían la mirada. Amigos, familiares y conocidos llenaban el pequeño espacio entre las tumbas desgastadas, todos reunidos para despedirse de Ángela.Su esposo la sostenía suavemente por los hombros, en un esfuerzo por transmitirle su fortaleza y amor sin palabras. El susurro de la multitud se desvanecía en un trasfondo apenas perceptible mientras ella los observaba, incrédula, sin poder asimilar que tantas personas la valoraran y mitigaban en algo su sensación de desolación y vacío.Mientras acariciaba su pecho con desesperación para aliviar la opresión que sentía, reflexionaba sobre cómo, al vivir con su familia, nunca experimentó verdadera compañía; solo eran extraños bajo un mismo techo. Sin embargo, seguían siendo su familia. En lo más profundo de su ser, a pesar de afirmar que no deseaba tener cerca a
Este, al no obtener respuesta de ella, se alejó. No obstante, Alexa, que decidió ignorarlo por completo y enfocarse en su dolor, recordó que había visto a esa mujer en la empresa Fisher, donde trabajaba su exmarido. Corrió tras ellos y los policías la siguieron de cerca, asegurándose de que no pudiera escapar.—¡Suéltenme, no tengo planes de escapar, solo quiero decirle algo a este hombre! —gritó, forcejeando, pero ellos se negaban a soltarla.—¿Desde cuándo? ¿Desde cuándo me eras infiel? —exigió saber, señalándolos.Su exesposo suspiró, claramente agobiado.—Alexa, créeme, este no es el momento ni el lugar para hablar sobre esto, especialmente cuando estás pasando por una situación tan complicada. Hablaremos, te lo prometo, en honor a lo que una vez tuvimos.—No te atrevas a dejarme sin una respuesta, contéstame ahora mismo. Al fin y al cabo, es mi dolor, no tienes por qué compadecerte de mí. Tu actitud solo me llena de más vergüenza, me haces sentir patética —replicó, con la voz car
—¡Serán dos! — balbuceó Lizbeth.—¡¿Qué?! — dijeron Soraya y la abuela al mismo tiempo.—¡Son gemelos!Ambas mujeres se quedaron congeladas y buscaron dónde sentarse porque sentían que sus piernas no las sostenían.—¡Gemelos! ¡Serán dos niños!—¡Pueden ser dos niñas! — agregó la abuela mostrando una felicidad nunca antes vista. — En nuestra familia hay muchos hombres. Deberíamos contar con dos niñas.—Señora, no olvide a Sally y Sary, y tampoco olvide a la otra niña — le recalcó Soraya.—Tienes razón. La edad me está convirtiendo en una anciana olvidadiza, pero repito que deberíamos contar con dos niñas.—Eso no depende de usted, abuela — le dijo Milena. — Depende de la casualidad.—Sí, disculpe, no quise que me lo tomaran como una imposición, será lo que Dios disponga— rectificó con una amplia sonrisa.Soraya se levantó y abrazó fuertemente a Lizbeth, muy emocionada, diciéndole con sinceridad:—Todo saldrá bien, tendremos dos bebés a quienes consentir. Nuestros gemelos estarán con no
A medida que los días pasaban, el embarazo de Lizbeth avanzaba sin contratiempos, y Sebastián, a pesar de que no había podido renunciar a la presidencia de la empresa Barrett, sacaba todo el tiempo posible para estar a su lado. Por su parte, la anciana Barrett había organizado cuidadosamente una pequeña fiesta, cuyo propósito era revelar el sexo de los gemelos que Lizbeth esperaba con impaciencia. El jardín de la mansión se había transformado en un escenario de cuento de hadas, ya que estaba adornado con elegantes decoraciones en tonos de blanco y dorado que relucían bajo el sol de la tarde.Radiante y con un vientre prominente de siete meses de gestación, Lizbeth llegó del brazo de Sebastián. Al traspasar las puertas ducales del jardín, sus ojos se ensancharon de asombro. Entre los invitados, reconoció caras familiares: su mejor amiga echaba chispas de alegría, algunas vecinas de su antiguo barrio charlaban animadamente, y los amigos íntimos de Sebastián compartían risas y camarad
A primera hora de la mañana, bajo un cielo nublado que amenazaba lluvia, Sebastián, visiblemente enojado, caminó con paso decidido hacia el edificio moderno de cristal y acero donde se encontraba la sede del periódico amarillista que había osado difamar a Lizbeth. Al entrar, Sebastián fue recibido por el frío aire acondicionado que chocaba con la tensión que lo envolvía y por la negativa de la recepcionista que le indicaba que su jefe no quería recibirlo, pero después de su insistencia y de amenazar con demandarlo, este le permitió una reunión.—Señor Barrett, es un honor recibir la visita de un hombre tan importante como usted— dijo el jefe del periódico con una sonrisa forzada tan pronto como Sebastián atravesó la puerta de cristal de la oficina. —Tome asiento, por favor— le indicó, señalando una de las sillas frente a su escritorio con un gesto de la mano.Sebastián, cuyo rostro mostraba surcos de preocupación, miró con desdén el asiento sin aceptar la invitación. Sus ojos destel
Como parte de su ritual matutino, Sebastián se había ido a la empresa con las primeras luces del alba, cuando la ciudad comenzaba a desperezarse lentamente. Mientras tanto, Lizbeth, quien había acordado reunirse con él para comprar ropita para sus bebés, bajaba en el ascensor de cristal, contemplando la vista panorámica de la ciudad que empezaba a cobrar vida. Su teléfono, un elegante modelo de última generación, vibró en su mano con la urgencia de una llamada entrante. “¡Amiga, por favor, mátame!”, clamó Milena a través del altavoz, con la voz angustiada, algo rasposa y teñida de una resaca. Una sonrisa se dibujó en el rostro de Lizbeth, iluminándolo todo con su resplandor juguetón. “Aunque es una oferta tentadora, debo preguntarte por qué quieres morir”, respondió ella con ojos brillantes de diversión, mientras una carcajada escapaba de sus labios pintados en tono coral. “Realmente quiero morir. No... no, merezco morir. Sí, lo merezco”, replicó Milena. Lizbeth frunció el ceño