Una llamada de esperanza
No pude dormir más que unas pocas horas durante toda la noche. La ansiedad me invadía al pensar en la llamada que debía hacer a aquellas personas que, con nobleza y generosidad, decidieron preocuparse por mí a pesar de no conocerme. Decidí que los llamaría a las 10 a.m. Elegí esa hora cuidadosamente; al fin y al cabo, pensé que en la tarde podrían estar ocupados.

Al girar la cabeza hacia la mesita de noche, eché un vistazo al reloj: ya eran las 8 a.m. En este instante, debería estar levantándome, pero al observar a Dana, que dormía profundamente, no me atreví a despertarla. Su paz era contagiosa, y sentí que merecía algunos momentos más de descanso.

Con un suspiro, me dirigí al baño. El habitual ritual de cepillarme los dientes se convirtió en un acto casi automático mientras mi mente divagaba. Entonces, al mirarme en el espejo, noté la presencia inconfundible de mis compañeras nocturnas: las ojeras. Eran el recordatorio tangible de las noches de desvelo y de la lucha interna que
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