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LA VOZ DE LOS MUERTOS (segunda parte)

 Había cinco mujeres enterradas en el sótano. Al menos una debería ser huesos en este momento pero el resto podía preservar algo de estructura ¡y podía escuchar el sonido de gemidos fantasmagóricos brotando del sótano! Algunas de las viejas cajas y muebles que estaban sobre el piso de tierra de esa habitación empezaron a caer como movidos accidentalmente por torpes cadáveres y pude escuchar como unas pisadas de ultratumba subían las escaleras de madera.

 ¡No tenía mucho tiempo! Y ya el dolor y la asfixia que me provocaba la extremidad cortada de una de mis víctimas empezaban a hacer mella en mi mente.

 Haciendo uso de todas mis fuerzas separé el miembro que atenazaba mi garganta desgarrando con ello mi piel pues los dedos se aferraron con todo y uñas a mi cuello, pero una vez separada la mano la introduje en la licuadora y puse el aparato en funcionamiento.

 Traté de calmarme. Me dolían los arañazos en el cuello y rostro provocado por mis dos últimas víctimas. Escuché los golpes que propinaban a la puerta del sótano desde adentro. ¡Aquel siniestro sótano donde me encerraron por días durante mi amarga niñez!

 ¡Balas! ¡Necesitaba balas! Guardaba algunos cartuchos en mi habitación. ¡Debía subir de inmediato! Cuando salí de la cocina observé aterrado al cuerpo de mi más reciente víctima, la universitaria, arrastrándose por el piso a gatas y con la cabeza colgando horriblemente y luego la puerta del sótano despedazándose y de ella surgiendo unos espantajos horrendos en diversos grados de descomposición.

 La pestilencia a podredumbre inundó la casa. Del sótano emergieron tres de mis víctimas. ¡Las recordaba bien! Una bailarina stripper rubia que secuestré a la salida de un club, aún vestía la provocativa ropa de encaje y los ligueros con los que hacía su strip-tease pero tenía unas dos semanas de muerta como se evidenciaba por la piel pálida, unas ojeras espantosas, con mejillas hundidas y aspecto esquelético. Otra era una conserje joven de piel morena y cabello lacio largo que aún vestía su uniforme azul y tenía mes y medio de muerta por lo que comenzaba a mostrar un tono de color verdoso. Y la tercera —aunque había más enterradas en el sótano que, de haber revivido, quizás no habían podido salir aún— era una de mis más viejas víctimas, y se trataba de una pelirroja que trabajaba en una biblioteca y usaba anteojos que, naturalmente, perdió en el forcejeo. Debía tener unos siete meses de muerta y ya asemejaba a una momia.

 Todas se aproximaban hacia mí. Corrí frenéticamente por las escaleras rumbo a mi habitación donde guardaba las balas. Abrí la puerta y me adentré a mi cuarto. Aquella fatídica habitación donde el novio de mi mamá me hacía cosas en las noches con pleno conocimiento y displicencia de ella. El televisor —que nunca se apagaba— producía un resplandor enfermizo que rompían las lóbregas profundidades de mi habitación las cuales se esfumaron cuando encendí la luz. Una noticia resonaba en el aparato y algún locutor periodístico mencionaba una catástrofe global en donde los muertos resucitaban y habían matado a cientos de personas ya. Recomendaban dirigirse a determinados puestos de evacuación y daban una serie de indicaciones de seguridad.

 Después de todo no fue que los espíritus atormentados de mis víctimas retornaron a vengar sus muertes. Simplemente tuve la mala suerte de encontrarme en una casa repleta de cuerpos el día que los muertos resucitaron.

 Abrí el armario —el mismo donde mi madre me encerraba rodeado de ratas y serpientes— y extraje de entre sus entrañas la caja que contenía las municiones mientras los pasos y los quejidos horrendos de las mujeres que yo había violado y estrangulado bajo ese techo se acercaban más y más. Cargué la pistola preparado para defenderme…

 ¡Y entonces recordé una realidad terrible! Me asomé por la ventana. De entre los páramos boscosos, lúgubres y escabrosos, cubiertos por las tinieblas de la noche, emergían todas mis víctimas, una veintena al menos, muchas de ellas enterradas en los parajes desolados que rodeaban mi casa, algunas incluso en el mismo jardín y brotaban de la tierra como visitantes del infierno. Pronto, un ejército de cadáveres resucitados de mis víctimas sitiaba la casa aproximándose lentamente con paso retorcido.

 Si eran simples muertos resucitados ¿por qué todas se dirigían hacia mí? ¿Será que en el fondo resguardaban ese rencor implacable aún después de muertas? ¿Ese recuerdo de los delitos perpetrados en sus cuerpos? Una interesante situación que podría denotar mucho sobre la vida después de la muerte.

 ¡En fin! Cerré la puerta con llave y me senté a esperar en la mecedora que perteneció a mi mamá. No tengo balas suficientes para matarlas a todas así que de todas maneras voy a morir y, muy probablemente, de una forma horrible y dolorosa.

 —¡Hijo! —llamó la voz de una mujer desde el piso de arriba.

 —¿Qué mamá?

 —¿Te das cuenta de que hay un montón de mujeres entrando a la casa?

 —Sí, mamá, son los cadáveres resucitados de las mujeres que maté.

 —¿¡No puedes hacer nada bien!?

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