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¡ZOMBIES!
¡ZOMBIES!
Por: Demian Faust
LA VOZ DE LOS MUERTOS (primera parte)

Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad, moradores del polvo! porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la tierra dará sus muertos.

Porque he aquí que Jehová sale de su lugar para castigar al morador de la tierra por su maldad contra él; y la tierra descubrirá la sangre derramada sobre ella, y no encubrirá ya más a sus muertos. 

Isaías 26:19-21

E Ishtar dijo: Padre, dame el Toro del Cielo,

Para que mate a Gilgamesh en su andar.

Si no me das el Toro del Cielo,

Abriré las Puertas del Inframundo,

Destruiré los umbrales, y los dejaré abiertos,

¡Y dejaré a los muertos subir a comerse a los vivos!

¡Y los muertos serán mucho más que los vivos!

La Epopeya de Gilgamesh

Había finalizado mi morbosa labor.

 El cuerpo exánime de mi víctima se encontraba tendido lánguidamente sobre el aséptico suelo de mi sala de estar. Era allí donde usualmente consumaba mis sórdidos crímenes y donde daba rienda suelta a esa pesarosa maldición que me asola. Esa pulsión irrefrenable que mora en los recónditos laberintos de mi retorcida mente, forzándome a perpetrar atrocidades espeluznantes. 

 Observé a la joven muchacha, no mayor de veinte años, cuya vida fue truncada por mis propias manos. Era de piel blanca y cabello negro, de contextura delgada y muy hermosa. La secuestré cuando ella salía de sus clases en la universidad y a punta de pistola la introduje en mi camioneta donde le até las manos y le amordacé la boca. Aún ahora, que era un cadáver sin vida, preservaba ese cierto rasgo de inocencia pulcra que me llamó la atención. El hecho de haberla tirado sobre el suelo de mi casa y haberla violado con saña feroz no cambió ese semblante en ella que fue su perdición pues era, precisamente ese aspecto angelical, lo que me motivaba.

 Tras consumar mis bajas pasiones sexuales la estrangulé. En realidad mi motivación al asesinar a mis víctimas nunca respondió al miedo a ser identificado, sino más bien al odio desenfrenado que sentía en mi interior. Ese odio, a mí mismo, que experimentaba por ser un pervertido sexual incapaz de contenerme y controlar mis impulsos lascivos. Y ese odio me hacía odiarlas a ellas; receptáculos de mi enfermedad y tentadoras visiones celestiales de belleza incalculable.

 No soporté por mucho la visión horripilante de mi víctima con su ropa rasgada —aquella blusa blanca y los pantalones jeans azules que desgarré para violarla— y con su boca amordazada, sus ojos con mirada perdida que proyectaban horror y sufrimiento, y sus manos aún atadas por las muñecas que habían quedado tendidas sobre su cabeza. Sentí como si su mirada juiciosa me condenara desde el inframundo y cubrí mi rostro lloroso.

 Empecé a vomitar dándole la espalda al cuerpo y lloriqueé enfadado conmigo mismo por ser un monstruo. ¡Todo había sido culpa de mamá! Aún recuerdo las cosas horribles que me hacía cuando niño. ¡Cuánto la odiaba! ¡Maldita seas!

 Mientras sollozaba de cuclillas a un costado del cadáver, este comenzó a convulsionarse. El ruido repugnante que produjo, como un gorjeo asqueroso, me llamó la atención. Observé pasmado como su cuerpo recién violado y asesinado empezó a verse poseso por extraños espasmos epilépticos, sus ojos se cerraron y se reabrieron mórbidamente, su boca comenzó a moverse entorpecida por la mordaza, y aunque tenía las manos atadas, sus dedos y brazos de movieron limitados por la ligadura.

 Torpe y temblorosamente, con el cuello doblado hacia un lado, la mujer se incorporó levantándose del suelo ante mis atónitos ojos sin poder creer lo que veía, como si estuviera soñando. Fue hasta que profirió un gemido sepulcral que reaccioné, consciente de aquel infernal suceso.

 Tarde reaccioné pues la mujer se me había abalanzado ya y en cuestión de segundos me encontré forcejeando con ella en el suelo de mi casa. Pensé que algo había salido mal y no la había estrangulado bien aunque el cuello estaba despedazado y amoratado. ¡No podía ser! ¡Tenía que estar muerta!

 Sentí como hundía enfurecida las uñas de sus manos en mi cuello y en mis mejillas rasgándome la piel y haciéndome chillar de dolor.

 Por fortuna, las manos atadas por gruesa cuerda fueron una ventaja, y le propiné varios golpes al rostro que la hicieron separarse de mí. Una vez que me desembaracé de mi mórbida agresora, me acerqué a donde guardo mi pistola y la preparé para disparar. No temía a los vecinos pues no había, la casa de mi madre donde aún vivía era una casona enorme y aislada en la montaña, donde la residencia más cercana estaba a varios kilómetros. Era en esta misma vivienda donde durante mi infeliz niñez mi madre gustaba de torturarme día tras día y cometer todo tipo de monstruosos abusos contra mí persona,  gracias el aislamiento cómplice que proporcionaba el entorno.

 Las balas que le enterré a la muchacha en el dorso y el abdomen no parecieron ultimarla. Salvo por recular debido al impacto y por revolverse trémula, no aparentó sentir dolor a pesar de tener las costillas astilladas por las balas. Además, no pareció brotar sangre de las heridas como si estuviera coagulada.

 La chica… mi víctima… seguía aproximándose a mí incólume, en un caminar repulsivo y cadavérico. Entonces decidí dispararle a la cabeza pero quizás por mi nerviosismo mi pulso falló y con él la puntería. Las dos últimas balas del cargador atravesaron su cuello destruyéndolo y haciendo que colapsara sobre el suelo.

Y pensé; ¿Qué estaba pasando aquí? ¡Maldita sea! ¿¡Que putas estaba pasando aquí!? Debo estarme volviendo loco… ¡Sí! ¡Eso es! Naturalmente… después de todo soy un demente. Un psicópata. Sí, debo estar viendo visiones…

 Justo entonces la observé removerse de nuevo, para mi terror. Estaba comenzando a reanimarse una vez más movilizando su maltrecho cuerpo que tenía la cabeza totalmente volteada y caída sobre la espalda mientras el cuello estaba hecho trizas.

 Aterrado me alejé de la sala —ya no tenía balas en la pistola— y me encerré en la cocina. ¿Qué podía hacer? No podía llamar a nadie que me ayudara porque sería como entregarme a mí mismo… ¿Cómo iba a explicar que había una chica muerta en mi casa?

 Mientras cavilaba con estos turbios pensamientos escuché un ruido que me llenó de pavor (más, si cabía) el sonido de movimiento dentro del congelador horizontal que estaba en la cocina, cubierto bajo viejas cajas. ¡Por Dios! ¡No!

 La puerta del congelador se abrió de golpe, las cajas repletas de chécheres se desperdigaron por el suelo, y del gélido interior emergió un cadavérico y escarchado brazo que saltó al suelo. Otro brazo tembloroso hizo su aparición pero este se encontraba aún conectado a un dorso femenino. Desde el interior del refrigerador se escuchaban los gemidos horrendos emitidos por una cabeza cercenada —que yo había cortado— y se escuchaban las patadas de unas piernas conectadas a unas caderas descuartizadas.

 La mano se removió por el suelo movilizándose con sus dedos mientras el torso hacía lo posible por salirse del electrodoméstico con su único brazo. La mujer en el congelador había sido mi penúltima víctima, una empleada de una tienda de 24 horas que capturé cuando salía de su trabajo a altas horas de la madrugada. De hecho había conservado su uniforme de color rojo en alguna parte —siempre conservo algún recuerdo de mis víctimas—. Como no había podido enterrarla por alguna razón que ya no recuerdo… creo que un asunto de espacio… la descuarticé y escondí en el congelador.

 ¡Y ahora estaba resucitando! ¡Clamaba venganza!

 Agarré un palo de escoba y comencé a propinarle una paliza al dorso hasta introducirlo de nuevo en el congelador donde, en efecto, sus piernas y su cabeza se movían. Luego cerré la puerta y le coloqué un pesado horno eléctrico —de esos antiguos que tuvieron su auge previo a la invención de los microondas— y así la encerré para siempre.

 ¡Esperen! ¡Había olvidado su mano!

 El antebrazo amputado saltó y me aferró del cuello procediendo a estrangularme. Caí sobre el duro piso de la cocina y comencé a escuchar nuevos sonidos muy preocupantes.

 ¡En el sótano!

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