Adrien estaba sentado en el helicóptero, su mirada fija en el horizonte nocturno mientras las luces de la ciudad parpadeaban a lo lejos. El sonido constante de las aspas resonaba en sus oídos, acompañado por el peso de la responsabilidad que llevaba sobre sus hombros. De repente, su teléfono vibró en su bolsillo. Rápidamente, lo sacó y vio el nombre de uno de sus hombres en la pantalla.—¡Alo! —contestó con firmeza.—Señor, ya estamos en la casa de la madre de la señorita Camila.Adrien enderezó su postura, sintiendo una mezcla de alivio y tensión. Todo dependía de lo que sucediera en los próximos minutos.—Perfecto. Pásamela.Hubo un silencio breve y luego el sonido de pasos y murmullos al otro lado de la línea. Unos segundos después, una voz femenina, temblorosa y cargada de preocupación, respondió:—¡Aló! ¿Quién es usted? ¿Por qué hay hombres armados en mi casa?—Señora, sé que no me conoce, pero necesito que me escuche con atención. No tengo mucho tiempo para explicaciones detalla
El helicóptero descendía lentamente sobre la plataforma del hospital privado. Las luces rojas y blancas parpadeaban en la pista de aterrizaje, iluminando el rostro tenso de Adrien, quien no apartaba la vista de Camila. Ella seguía inconsciente, su piel estaba más pálida que nunca y su respiración era apenas perceptible.—¡Abran la puerta! —ordenó Adrien en cuanto el helicóptero tocó el suelo.Un equipo de médicos y enfermeras los esperaba. Apenas se abrieron las puertas, un médico subió rápidamente para revisar los signos vitales de Camila. Sus ojos se abrieron con preocupación cuando sintió su pulso débil.—¡Tenemos que llevarla de inmediato a la sala de urgencias! —exclamó el doctor.Los paramédicos entraron en acción y con rapidez bajaron la camilla. Adrien los siguió de cerca, sintiendo que cada paso que daban era una batalla contra el tiempo. Su padre, Eduardo, caminaba junto a él con el ceño fruncido, manteniendo la calma pero sin perder de vista la situación.Los pasillos del h
La traición y la venganzaAlvaro estaba sentado en su oficina, rodeado de una penumbra que apenas era rota por la luz de su escritorio. Entre sus dedos giraba un vaso de whisky, el líquido ambarino reflejando su mirada oscura y cargada de frustración. La tensión en la habitación era densa, casi asfixiante, cuando la puerta se abrió de golpe y uno de sus hombres entró apresurado. Su respiración era agitada; sus ropas estaban manchadas de sangre y sudor.—¿Qué sucede? —preguntó Álvaro, su voz grave y controlada, pero con un evidente tono de peligro.El hombre tragó saliva, enderezándose ante la presencia imponente de su jefe.—Señor... nos mintieron —dijo, tratando de recuperar el aliento—. La ruta sigue en manos del señor Adrien. No solo no nos la entregó, sino que reforzó la seguridad. Nos tendieron una trampa.El silencio que se formó tras esas palabras fue aterrador. Álvaro cerró los ojos por un momento, su expresión inmutable, pero su agarre en el vaso se volvió más fuerte hasta qu
Margaret estaba en su habitación, sentada al borde de la cama, con el teléfono en la mano. Su ceño fruncido reflejaba su frustración. Había llamado a Álvaro varias veces, pero la primera vez él simplemente le colgó. Ahora, la llamada ni siquiera entraba; su teléfono enviaba directamente al buzón de voz.—¡Maldita sea, Álvaro! —exclamó con furia mientras apretaba el teléfono en su mano.Se levantó de la cama y comenzó a caminar de un lado a otro, intentando controlar su impaciencia. Algo no estaba bien. Podía sentirlo. Álvaro nunca ignoraba sus llamadas, y mucho menos cuando habían hablado de un asunto tan importante como la eliminación de Camila. La incertidumbre se apoderó de ella, y sintió un escalofrío recorrerle la espalda.El sonido de la lluvia golpeando la ventana atrajo su atención. Caminó hacia el ventanal y apartó las cortinas con delicadeza. Afuera, la tormenta arreciaba. Las gotas caían pesadas y rápidas, iluminadas de vez en cuando por los destellos de los relámpagos. El
La ira de un hombre heridoEl aire en la oficina de Álvaro estaba cargado de humo y desesperación. Su expresión era la de un hombre al borde del abismo, con los ojos inyectados de sangre y el ceño fruncido. Sostenía un vaso de whisky en la mano derecha, mientras su izquierda tamborileaba con impaciencia sobre el escritorio de madera oscura. Afuera, la lluvia golpeaba con fuerza los ventanales, acompasando la tormenta interna que lo consumía.Uno de sus hombres se acercó con paso nervioso, sudando a pesar del frío que se filtraba en la habitación.—Señor, hay algo que debe saber… —balbuceó.Álvaro levantó la vista, sus ojos filosos destellando una peligrosa mezcla de expectativa y enojo.—Habla de una vez —gruñó.El hombre tragó saliva antes de continuar.—El señor Adrien nos tendió una emboscada en el hospital… Se llevó a la chica con otros médicos. No pudimos hacer nada.El silencio que se instaló en la habitación fue más ensordecedor que cualquier estruendo. Álvaro cerró los ojos p
Adrien caminaba de un lado a otro en la sala de espera del hospital, su corazón latía con fuerza y su mente estaba atrapada en un torbellino de pensamientos. La presión en su pecho se intensificaba con cada segundo que pasaba. Sentía que estaba en una encrucijada, atrapado entre su lealtad y la necesidad de cumplir con sus deberes.Eduardo, su padre, lo observaba en silencio. Sentado en una de las sillas de la sala, con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas sobre su regazo, analizaba cada movimiento de su hijo. Sabía que Adrien estaba luchando consigo mismo, pero también sabía que no había margen de error en este juego de poder.—¿Qué piensas hacer? —preguntó finalmente, con voz serena pero firme.Adrien detuvo su andar y soltó un largo suspiro. Cerró los ojos un instante, intentando organizar sus ideas.—Tengo que viajar —dijo con pesar—. Pero dejar a Camila aquí… no me gusta la idea.Su padre asintió lentamente.—¿Confías en los médicos que la cuidan?Adrien se pasó una mano
El Legado de Don Alfonso El viento frío soplaba entre los árboles del cementerio, sacudiendo las hojas secas que crujían bajo los pies de quienes asistían al último adiós. Alejandro Ferrer permanecía en silencio, observando cómo el ataúd de su abuelo, Don Alfonso Ferrer, descendía lentamente hacia su tumba. La expresión en su rostro era tan rígida como siempre; no había lágrimas en sus ojos, aunque el peso de la pérdida lo aplastaba por dentro. Alejandro, de treinta y tres años, había aprendido desde joven a no mostrar sus emociones. Era un hombre fuerte, calculador y con un temperamento frío que lo convertía en un líder implacable en los negocios. Su abuelo había sido su modelo a seguir, el hombre que le había enseñado a no depender de nadie, a ser independiente y a tomar el control. Ahora, todo lo que quedaba de Don Alfonso era una pesada herencia: no solo la empresa familiar, sino también el vacío que dejaba en cada uno de los miembros de la familia. A su lado, sus padres, Carl
El restaurante al que Ricardo había llevado a Alejandro era uno de los lugares más exclusivos de la ciudad, conocido por su discreción y elegancia. A pesar de la tranquilidad que ofrecía el lugar, Alejandro seguía inquieto. Ni siquiera el olor a comida recién preparada lograba aliviar la presión que sentía en el pecho. No era solo la pérdida de su abuelo, sino todo lo que implicaba la herencia que ahora recaía sobre él. —Relájate, hombre —dijo Ricardo mientras los dos se sentaban en una mesa junto a la ventana—. Una comida no va a arreglar todo, pero al menos te sacará de esa nube oscura en la que te has metido. Alejandro no respondió, solo asintió, su mente todavía enfocada en los pendientes que lo esperaban en la oficina. Sin embargo, decidió hacer un esfuerzo aunque fuera por unos minutos. —Voy al baño un segundo —dijo Alejandro, levantándose de la mesa. Caminó con paso firme hacia la parte trasera del restaurante, intentando organizar sus pensamientos. Mientras regresaba, dis