–LÍA– Cuando Emmet me besó entonces fue cuando una explosión de inmensa energía recorrió mi cuerpo fluyendo desde lo más profundo de mi ser. Era como si algo se expandiera calentando mi interior, sus labios eran suaves y se sentían posesivos sobre mí, aún así parecía tener extremo cuidado y eso sólo me hizo sentir confort. Se preocupaba por no hacerme daño, tontamente quizás, pensaba que de algún modo él podía hacerme sentir dolor. Un error garrafal cuando se trataba de quien parecía ser mi medicina más efectiva. Hundí mis manos en su cabello acariciando la suave piel tras el cuello. Un suspiro escapó de mi boca y mantenía los ojos cerrados mientras su respiración se hacía aún más pesada. Él estiró la mano para cerrar el espacio entre ambos apoyándose sobre el cabezal de la cama y cuando su lengua jugó con la mía un escalofrío que hacía mucho tiempo me atravesó. Un gemido lastimero escapó de mi boca, Emmet se detuvo mirándome con atención, pensaba que me había hecho algún mal. El ú
–LÍA– Emmet entró a mi habitación con las manos ocupadas, intenté despabilarme mejor, Cris había entrado hacía un rato y dejó un vaso de agua templada sobre mi mesa que no dudé en tomar junto con abrir los ojos. Sabía que había tenido fiebre, o eso pensé. Esa mujer tenía un lado mágico al que siempre le había respetado. Nunca me había podido salir con la mía sin que ella se diera cuenta y terminara siendo mi cómplice, o mi verdugo. –Buenos días– mi voz sonaba pastosa y agradecí haber tomado agua antes. –Buenas tardes, quizás– bromeó. En ese momento volteé la vista al reloj digital sobre la pared de enfrente a mi cama, me di cuenta de que faltaban unos minutos para que fuese mediodía. Vaya, sin duda me rendí. –Lo lamento– dije sin saber por qué me disculpaba. Emmet se rió mientras se acercaba a mí. –¿Descansaste? –asentí y me miró por un momento –¿De verdad? Tienes ojeras, Lía. –Bueno, debe ser porque dormí demasiado, suele pasar– me excusé. –Desde que llegué aquí sólo te has des
–¿Quién eres, Lía? No pude evitar reírme con nerviosismo. ¿Quién era? Es una pregunta que ni siquiera tiene sentido, quiero decir, es mi psicóloga, ¿No? Se supone que sabe quién carajos es el paciente que le paga por hora, al menos eso supongo. –¿Qué? Yo… Soy Lía, Lía Clarkson. Me sentía aún más tonta que ella especificando de ese modo. La mujer, de unos treinta y ocho años, con cabello claro pero de un modo natural y muy abundante, con gafas de una forma bonita que le daban a su regordete rostro un toque de inocencia y ternura, me sonrió con suficiencia. –Lo sé. Pero ese sólo es tu nombre, quiero saber quién eres tú realmente. Sé que puede sonar tonto, pero creéme, es algo muy importante. Nuestra tarea aquí es entender tu depresión y los nudos dentro de las raíces que la atan a ti. Para esto, lo más importante es identificar. Identificar cada punto, patrones, pensamientos, y todo esto sucederá luego de identificarte a ti. Intentaba entender sus palabras y siendo del todo honesta
El señor Clarkson se marchó tras merendar junto a nosotros un pastel de frambuesas que Crisálida horneó sabiamente. Su esposa le había llamado y percibí la indiferencia en la cara de Lía. –¿Puedo preguntarte algo con el riesgo de sonar entrometido? –le pregunté mientras llevaba un trozo de pastel a su boca. Sus mejillas estaban sonrosadas y aunque era claro que no necesitaba que la alimentara, me complacía mucho hacerlo. Por supuesto que me animé cuando quedamos solos, aún no me atrevía a decirle al hombre que me dio trabajo lo flechado que me sentía hacia su hija.–Podrías preguntarme lo que quisieras y aún así te lo respondería –respondió con honestidad mientras masticaba y mis ojos se iban a sus labios tintados con los frutos rojos. –Dispara– me animó.–¿Qué hay con tu mamá?-- Ella arqueó una ceja de forma casi perfecta.–¿Eh?–Sí, ¿Por qué ella no… No es cómo tu papá?-- llevé otro trozo de postre a su boca y ella se tomó el tiempo para responder mientras masticaba con calma. Lo
El día transcurrió de forma lenta, al menos así lo percibí. A eso del mediodía un dolor de cabeza atormentante me invadió y decidí descansar un poco sin comer para sentirme mejor. Por suerte aquel día no tenía que ir al psicólogo y si así hubiese sido seguramente me habría disculpado por no poder asistir. Me desperté alrededor de las dos de la tarde y con frustración me di cuenta de que Emmet aún no llegaba a casa. Miré el teléfono en mi mano y con algo de pena decidí marcarle. El teléfono sonó una, dos, tres…Corté antes de que la contestadora hiciera lo suyo, algo debía ocurrir lo suficientemente importante como para que él no atendiera. Envié un mensaje de texto para intentar dejar el asunto de lado. Lo releí un par de veces antes de enviarlo. “Hola, Cris me contó que algo ocurrió con tu familia, espero que estén bien. Llamame cuando puedas, besos”. Y tras presionar el Enviar, lancé el aparato al colchón con fastidio. Crisálida tocó mi puerta para preguntar si deseaba comer pero
–LÍA–Me relajé un poco en la habitación de Emmet, no me había dado cuenta de cuán delicioso era el olor de su perfume hasta que entré ahí y siendo honesta siempre tuve el deseo de preguntarle por el nombre de esa esencia. En su mesa de noche habían dos libros, giré un poco la cabeza buscando los títulos de ambos. Sonreí entre dientes, uno era un libro de apoyo personal, de crecimiento espiritual y algo lo bastante profundo, mientras que el otro libro se titulaba “La guía del autoestopista galáctico”. Escuché la llave de la ducha cerrarse, mis ojos viajaron a la puerta que dividía el baño de la habitación y me sentí bastante invasora pero ya era muy tarde para irme. Emmet vestía un pantalón de chándal flojo color azul marino y desvié la mirada antes de enfocar la atención en su… Entrepierna.–Dicen que los libros que lees te definen– comenté como quien no quiere la cosa mientras secaba su cabello con una toalla de mano, de inmediato fijó su atención en donde estaba la mía y sonrió.
–Da igual, Lía. Quiero que salgas de aquí y te unas -ordenó mientras se quejaba– Ni siquiera tenemos una foto porque estás aquí como un ratón de biblioteca.–Tengo veintiuno, mamá, no cinco -le recordé con algo de burla– No puedes obligarme a nada, y si no tienen fotos grupales es porque no les da la gana, no necesitan mi presencia ahí. En cambio, estás personas– alcé el archivo que estaba sobre el escritorio– Sí que necesitan de mi presencia enfrente de un jurado que decidirá si merecen o no una compensación monetaria al perder un familiar por culpa de una caja de equipos sobre su cabeza, ¿bueno?–Estás loca, eso es lo que sucede– dijo dándose la espalda para salir. Blanqueé los ojos y en ese momento escuché la voz de papá en el pasillo.–¿Qué pasa?–¡Tu hija es lo que pasa! Nunca quiere encajar– se quejaba mi madre mientras la oía cada vez más lejos a la vez que papá se asomaba dentro del estudio y se daba cuenta de lo que hacía, sus ojos, a diferencia de los de mi madre, pintaban o
Crisálida no permitía que el polvo se mantuviese en aquella olvidada habitación, aún así nada estaba en otro sitio que no fuese el que le había dado yo misma hacía años. Mis libros de leyes, también de cultura general, otros pocos de romance y un pequeño sector de poesía puesto que los demás estaban más cerca de mí, en mi recámara. Caminé dentro con lentitud pero no por mi enfermedad, sino porque admiraba todo ahí, como si fuese la primera vez que entraba, y de hecho así se sentía, sólo que incluía una paz que hacía mucho no sentía. Las cortinas eran delgadas y de un tono amarillo suave, dejaban pasar la claridad a través de las ventanas, el escritorio de roble, que una vez perteneció a mi padre y había sido restaurado para mí tras graduarme, sobre él habían tres pilas de documentos, me acerqué hasta acariciar la silla de cuero no tan grande pero realmente cómoda en la que pasaba horas sin siquiera ser consciente, sólo concentrandome en lo que tanto me gustaba. El computador había