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El almacén abandonado estaba en ruinas, con las paredes agrietadas y llenas de moho.

El techo tenía huecos por donde entraban débiles rayos de luz. El olor a humedad impregnaba el aire y, de vez en cuando, el crujir de alguna rata que se movía entre los escombros rompía el inquietante silencio.

Ragnar, con una sonrisa lasciva en el rostro, se sentaba en un viejo barril oxidado mientras jugueteaba con una navaja de bolsillo. El metal brillante giraba entre sus dedos con agilidad, reflejando brevemente la tenue luz.

—Este trabajito es de los más interesantes —murmuró—. No puedo esperar para encontrarme con la doctora Grayson. Dicen que es casi una diosa.

Lucía lo miró con desdén, y sus labios formaron una línea delgada. No compartía el entusiasmo de Ragnar ni su apreciación.

—No es asunto mío lo que hagas después. Solo cumple con tu parte —respondió con frialdad, volviendo la vista hacia la calle desierta.

Ragnar rió entre dientes, una carcajada baja que retumbó en el espacio vacío de
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