1
Negro y rojo. Sill Beck había usado ambos tonos para pintar un cuadro que era muestra de un despertar vertiginoso; un recuerdo vil y luctuoso acerca del incidente ocurrido durante una tarde. Después de ese día, la creación permaneció un año entero bajo las sombras.
Oculta y olvidada entre telebrejos y polvo, la pintura fue sacada durante el primer aniversario de su nacimiento.
El niño curioso convertido ya en un adolescente, se dirigió al sótano para sacar el cuadro. Lo llevó a su habitación y lo colocó justo al lado de la ventana, admirando cómo los gruesos trazos parecían sepultar cualquier rayo de luz que lo tocaba. El mísero recuerdo que estaba plasmado ahí, surgió de repente en su mente, vuelto un enjambre de avispas dispuestas a echársele encima para aguijonearle la conciencia hasta lograr que todas esas escenas vivenciales terminaran por desparramarse.
Se recostó sobre su cama sin dejar de mirarlo, siendo rociado por los escasos rayos de sol que viajaban y se entrometían en todas las esquinas de la habitación que compartía con su hermano mayor. En total seriedad, cruzó los brazos, llevándoselos hasta la nuca para recargarse en ellos. Estaba realmente gustoso por el festejo. Cada vez que su intensa mirada atravesaba la siniestra pintura, una tortuosa verdad se sacudía adentro de sus pensamientos, elevándolo, encendiéndolo y retorciéndolo hasta calificarlo como un ser ruin y despiadado. El acto que había cometido aquel día, no podía ser descrito con ninguno de los adjetivos más negativos; cualquier ojo humano que se hubiera atrevido a presenciarlo, pediría morir después de hacerlo.
Para consuelo suyo, la concepción que tenía acerca de la humanidad ya había cambiado bastante, por ello prefería ser juzgado antes por un animal que por cualquier persona.
A sus diecisiete años, aún no toleraba comer carne por la creencia escueta de un castigo que los animales no merecían, además de la aceptación firme que tenía respecto a la igualdad de especies. Con ello, la adolescencia se tornó difícil. Su extraña forma de ver la vida lo transformó en un verdadero sociópata que en el aula solía sentarse hasta el rincón, manteniéndose callado, tranquilo y con un lápiz en la mano; dispuesto a ignorar la presencia de cualquier otro chico que se apiadara de él para ponerse a conversar. Su autonomía había evolucionado también, al grado de lidiar sin ayuda alguna con sus responsabilidades, toma de decisiones y toda clase de problemas a los que debía enfrentarse. Se había convertido en un pensador incipiente que por el momento se esforzaba por aceptar que el bien y el mal eran acciones consecuentes de la felicidad, y no del miedo a sufrir. Poseía un aprecio en demasía sobre la lealtad, y aunque no conocía a nadie que fuera digno de hacerle compañía como alguna amistad o pareja, reconocía que ese valor era el indicado para potenciar el humanismo en los hombres.
A pesar de ser un individuo solitario, su vida estaba en manos de otras existencias más que lo obligaban a acogerse de sus propias ideas, encerrándolo en un mundo de repudio constante hacia toda clase de personas.
Años antes, su hermano mayor quiso iniciarse nuevamente en los negocios, invitándolo a que se convirtiera en su socio. Sill se negó, explicándole que prefería continuar estudiando. Ritho lo tomó como una especie de traición en contra de los lazos de fraternidad que ambos tenían por el simple hecho de compartir genes, así que le escribió una carta en la que expuso toda su molestia, indicándole que ya no había nada más que los uniera, y por lo tanto, ya no tenía por qué considerarlo como parte de su familia. Durante más de tres años los hermanos Beck no volvieron a dirigirse la palabra. Al principio, nuestro personaje resintió mucho el rechazo de su hermano, pero luego de reflexionar un poco acerca de la relación que tenía con él, llegó al punto de sentirse un tanto liberado.
Desde que era un niño, Ritho siempre lo trató como a un perro. Todo el tiempo solía jugarle bromas pesadas que terminaban en golpes severos en el estómago o en la cabeza; cuando no era así, lo obligaba a pelearse con otros niños o a participar en tretas estúpidas. Sill corría a acusarlo con su madre, pero ella prefería no entrometerse. Cuando Ritho se convirtió en un joven, empezó a adquirir un temor extraño a crecer y madurar. A pesar de tener veintiocho años ya, seguía sin contraer nupcias, se gastaba gran parte de su sueldo emborrachándose cada sábado por la noche y vivía a costillas de sus padres. No le importaba su futuro porque aquellos sueños que alguna vez lo mantuvieron en pie, se habían convertido en polvo. No tenía amigos porque no confiaba en nadie; no tenía pareja porque para él todas las mujeres eran insoportables; no tenía un título universitario porque decía que eso no servía de nada. Para él, todas y cada una de las personas eran meramente instrumentos que se podían usar y desechar en cuanto perdieran su utilidad. Todas esas ideas lo volvieron un ser detestable, egocéntrico y presumido que se dedicaba a no solo burlarse de los demás, sino también a manipularlos y aprovecharse de ellos; incluyendo a Sill, a quien solía describirlo como un chico idiota e inmaduro, un come libros que jamás llegaría a ningún lado.
Cuando cortó los lazos de su hermano, Ritho se dio cuenta de que se encontraba más solo que nunca. Durante esos días también le había dejado de hablar a su padre debido a los constantes desacuerdos que tenía con él. Su madre era la única con la que seguía conviviendo porque solo ella toleraba su problemático comportamiento.
Sill, por su parte, se sintió muy bien al respecto porque ya no tendría que soportar sus pláticas ambiguas acerca de la importancia del dinero o del materialismo, ya no iba a ser obligado a hacerle compañía en sus tediosas entregas que duraban dos o tres días, ya no vería más esa arrogante risa que hacía cada vez que se burlaba de él, ya no habría más disputas acerca de lo que era más trascendental para cada uno. Bien lo había dicho Ritho: ya nada los unía, y era verdad. Tenían casi catorce años de diferencia y quizá por eso eran pocos los recuerdos agradables que compartían juntos.
Por suerte, Sill aún contaba con el afecto de su padre, pues la relación con su madre tampoco era muy buena. Ella nunca charlaba con él y por eso desconocía muchos de sus gustos e ideas; le gritaba cuando no era preciso, entrometiéndose en cosas sin importancia y dándole la espalda cuando más necesitaba de su ayuda; además de que era muy estricta y sumamente autoritaria. Un comportamiento que no tenía con su hermano mayor porque por una razón que nunca nadie había tenido el honor de esclarecerle, para ella, Ritho siempre iba a ser su hijo favorito.
Jeff era el único que lo convencía de seguir creyendo en el calor de hogar. Ese hombre tan comprensivo y noble era el único que tenía una relación austera con él. Dedicándole tiempo para hablarle sobre toda clase de temas y convenciéndolo de que la vida era para disfrutarla, pero también para trascender. Jamás dejó de admirar la evolución de su intelecto y Sill se esforzaba día con día por llevar buenas calificaciones a casa para enorgullecerlo.
Ese era el núcleo familiar en el que nuestro personaje se desarrollaba. Siempre curioso, siempre pensando; siempre con el impulso irremediable por conocer más del mundo y de la humanidad.
2
Eran las once de la mañana y Sill se encontraba arriba del autobús, yendo camino a casa. Aquel viernes, su profesora de literatura había salido inoportunamente, dejando al grupo con la instrucción de abandonar las clases antes de tiempo.
El adolescente no había sentido emoción alguna por dejar la escuela dos horas antes. Al contrario, estaba completamente malhumorado de tan solo suponer que su madre aprovecharía la situación para enviarlo a comprar los víveres. Con una mueca de apatía, bajó del autobús y recorrió los dos kilómetros de tierra blanda del extenso tramo que recorría todos los días para llegar a su hogar; hasta ese inmueble viejo que reposaba sobre un jardín muerto en el que su madre jamás había hecho crecer ni una flor.
Antes de entrar, se detuvo. Pensó que la mejor forma de evitar a su madre, sería metiéndose por la puerta trasera, pero esa daba justamente a la cocina y era muy probable que ella estuviera limpiándola en ese momento. Miró al suelo, recordando el sótano; aquel lugar era inmenso y también el ideal para ocultarse hasta que diera la hora a la que solía llegar. Pero lamentablemente, la puerta que permanecía pegada al suelo estaba cerrada. Seguramente su padre le había puesto el candado, y Sill desconocía en donde estaban las llaves. Para su fortuna, aún había otra forma de llegar hasta allá, y esa era metiéndose por la segunda entrada que se encontraba en la sala.
Se arriesgó a ir, atravesando la puerta principal. Dejó caer su mochila y la pateó, enviándola hacia una de las esquinas. Después, volteó hacia la sala y…, se mantuvo completamente inerte. Allí, frente a él, justamente sobre el sillón, su madre y un hombre daban un espectáculo que le sacudió una a una las emociones. El rubor le cubrió entera la cara, llenando el vacío de su hambre con decepción. Escabrosamente escuchó cómo si su vergüenza tocara un pequeño tambor al ritmo de los latidos de su corazón; ambos aceleraron el ritmo, convirtiendo la angustia en una fiera salvaje que le rasguñó el espíritu y lo obligó a silenciarse.
Antes de quedar totalmente paralizado, luchó por atravesar la repulsiva escena para encerrarse en su cuarto.
Cuando su madre lo vio entrar, dio un salto y quedó de pie en la alfombra, cubriendo sus partes íntimas con una de las almohadas del sillón. Empalidecida, comenzó a vestirse, empleando movimientos bruscos que volvieron aún más ridícula la situación. Su acompañante se quedó tremendamente enmudecido, tomando sus ropas, mientras se iba sumergiendo poco a poco en la preocupación.
—¡Cariño! —gritó la mujer, mientras se acercaba a la habitación de su hijo. El tono de voz que transmitía parecía sereno, pero su inmadurez emocional terminó por hacer que sacudiera la perilla desquiciadamente y golpeara la puerta con desesperación— ¡Sill! ¡Sill Beck! ¡Antes de que hagas cualquier cosa, permíteme hablar contigo! —después se detuvo por un instante, esperando escuchar alguna respuesta, pero del cuarto únicamente emergió silencio.
Su amante la tomó de los hombros y la llevó hasta la cocina, ayudándole a que dejara de trabarse en llanto.
Adentro de su habitación, el adolescente se mantenía sentado en el piso, boquiabierto y con la mirada perdida. La concepción de la lealtad calmó su confusión. Su padre había sido engañado; ese noble hombre no se merecía eso, y de solo pensarlo, un odio tosco hacia su madre brotó de inmediato. Ella no era una buena persona y realmente nunca se había empeñado en serlo. Como ama de casa tenía tendencias controladoras, como procreadora sobreprotegía y exageraba, como mujer era altamente vanidosa debido a su buena figura y simpático rostro. Esta vez, como esposa también había fracasado.
Él lo había presenciado todo y desconocía si era o no la primera vez que sucedía. Eso le daba igual. Solamente tenía ganas de vengarse por ello.
«Tu madre y yo somos una pareja ejemplar, por eso la amaré hasta que mi alma se desprenda de mi cuerpo. Nuestra relación es única porque sé que el cariño que siento es y será correspondido por una eternidad», recordó lo que alguna vez le había dicho su padre.
Quizá lo mejor era que acudiera con él para contarle todo, pero sabía cómo era ese hombre, tan comprensivo y considerado; lo bastante como para perdonarla. Y él no podría aceptarlo; no toleraría volver a verla ni mucho menos seguir viviendo en la misma casa.
Estaba empezando a perder la calma; estaba totalmente hipnotizado por lo que acababa de ver; lo bastante asqueado y disgustado como para echarse a llorar. Solamente una vez había sentido tanto repudio, y eso fue cuando luego del incidente en el rastro, lo obligaron a comer carne. Ese asco que sentía cuando se imaginaba devorando a cualquier animal, se parecía al que había experimentado cuando vio a su madre teniendo relaciones sexuales con otro hombre. Verla ahí, en la sala, satisfaciendo simples deseos carnales, le provocó lo mismo que cuando presenció a las reses siendo desmembradas, destripadas y desgarradas a más no poder.
¿Por qué ambas situaciones se relacionaban entre sí? No lo entendía.
Los minutos eran rescindidos y más respuestas tardaban en aparecer. La cabeza empezó a punzarle, mientras que su ritmo cardiaco se aceleró de pronto. Todo, formando parte de un caos en el que síntomas físicos y psicológicos sacudieron por completo su ser. Lo único que podía salvarlo era aquel idealismo que había sido producto de su trauma infantil y que ahora denominaba como la Filosofía del Animal. Eso fue lo que le ayudó a concretar que personas como su madre y ese hombre eran detestables, culpables de que la humanidad tragara codicia y se hundiera en un pantano de egoísmo; seres repugnantes, bazofias, dignos de desaparecerlos, de desmembrarlos y tirarlos al vacío, dejándolos pudrirse en su propia suciedad. Individuos así no eran dignos de llamarse humanos; entonces, ¿qué eran? ¿Eran animales? No, los animales eran simples inocentes, ajenos de su inferioridad e inmersos en un mundo en donde lo bello solía ser castigado y lo mórbido era lo que lo controlaba.
Sin poder considerarlos como personas o bestias, Sill supuso que no eran más que una subespecie animal que posiblemente estaba infectada por un virus que envenenaba su espíritu. «Por eso mi madre y ese hombre cometieron un acto tan despreciable como ese; porque están infectados y actúan con una estupidez humana fuera de lo normal —se dijo, mientras se ponía de pie—. Su condena…, su cura…, será la muerte.»
Con el coraje y el descontento convirtiéndose en un estupor, se dirigió hacia la ventana de la habitación, saliendo para cumplir la siniestra hazaña que le había dictado su filosofía. En su rostro estaba bien plasmada una mirada muerta y ahogada en susurros de rencor; temblaba de la furia concernida y con torpes movimientos se encargó de atravesar el jardín.
«La lealtad es una virtud que todos los humanos deben comprender y llevar a cabo. Al parecer, la subespecie animal no es capaz de hacerlo porque no son seres racionales. Ahora que mi madre y ese individuo se han convertido en…, en un par de reses, debo exterminarlos», pensó, contemplando que la vida de ambos ya no tenía importancia.
Adentro de su mente, justo en el Reino Mental, todo era un caos. Algunas Bestias como Odio, Ira y Tristeza adquirieron la fuerza suficiente como para detener al resto de la emociones, condenándolas a no intervenir en lo que la Filosofía del Animal tenía planeado hacer. La Fuente de la Razón se detuvo, Pensamientos e Ideas luchaban entre sí y de pronto, a los pies de la Torre de la Personalidad, el Fantasma de la Locura apareció bailando, representando así, el anuncio de un vaticinio que llevaría a todo el lugar hacia un infortunio infinito.
Sill fue al cuarto de telebrejos en busca de un hacha. A pesar de que sus ideas lo envilecían, sabía bien lo que hacía y juró que se esforzaría por mantener el control de los actos que estaba por cometer. Tenía probabilidades de fallar y estas aumentarían si actuaba con las vísceras. Aunque eso no sería posible porque era un chico brillante, loco, pero sumamente inteligente (una combinación poderosa, después de todo).
Una vez que entró en el cuarto, visualizó el estrecho sitio en el que la oscuridad tomaba asilo, oliendo así, el espeso aroma de la madera podrida que formaba parte de los muros. Como prueba de que su conciencia permanecía despierta, cogió unos guantes de cuero, junto con un mazo de peso muerto y volvió a la casa, silbando tranquilamente.
Atravesó la puerta principal, echándole llave para asegurarla. Después se detuvo, mirando hacia la nada.
—Son un par de bovinos…, son un par de bovinos —masculló, buscando a sus víctimas. El constante repetir de la frase, mezclado con su exagerado tono de voz, sacaba del todo la demencia que recién se le iba formando.
De esa manera, deambuló por la sala, mirando su reflejo en el monitor del televisor apagado. Antes de ponerse a analizar la imagen, se topó con el sillón en donde aquel repulsivo acto había sido llevado a cabo.
—¡A matar a los bovinos! ¡A matar a los bovinos! —gritó, rechinando los dientes de ira y haciendo rebotar su voz entre los rincones de cada habitación.
La señora Beck y el hombre seguían en la cocina, haciendo suposiciones de lo que sucedería luego de haber sido pillados. En cuanto escucharon los gritos, la confusión los invadió, produciéndoles un miedo escabroso que recorrió sus mentes. La mujer sospechó que algo terrible estaba por suceder y lo dio por hecho cuando Sill entró de pronto con la mirada helada, la boca medio abierta y sosteniendo firmemente el mazo.
Rápidamente, el hombre se apartó y el adolescente fue detrás de él, alcanzándole a dar un fuerte golpe en la espalda. La mujer trató de arrebatarle el arma, pero su torpeza la hizo tropezar antes de hacerlo.
—¡Sill! Cariño, ¡no hagas más esto! ¡Por favor! ¡Habla conmigo! —exclamó, derramando lágrimas.
El adolescente la amenazó, poniendo el mazo bien en alto. Ella cerró fuertemente los ojos para esperar el golpe. Perdida en la desesperación, actuaba ciega; era débil después de todo.
Luego de haber sido atacado, el amante cayó al suelo, gimiendo.
—¡No lo lastimes! —exclamó la señora Beck, dirigiéndose al profesor—. ¡Yo lo arreglo! ¡Pero no le hagas daño!
—¡Entonces pide ayuda! ¡Llama a la policía! ¡Haz lo que sea, menos quedarte ahí echada! —le gritó el hombre, visualizando el entorno y planeando la forma de huir.
Sill fue directo a él y le pateó la cara. Después se puso al frente, colocando el mazo a una distancia suficiente como para romperle el pómulo o la quijada.
—¡No! ¡No lo hagas! ¡Por favor! ¡Para! —chilló su madre, temerosa de mover una uña y sollozando en total frenesí—. ¡Hablemos! ¡Hablemos, por favor!
—Yo no hablo el idioma de tu especie —dijo el chico al fin, mirándola con desprecio suficiente y contagiándola con la misma suciedad que había ahogado su espíritu.
Antes de continuar, la mujer preparó su fe en sí misma para intervenir. Pálida e intranquila se pellizcó las agallas, yendo directo a su hijo para forcejear con él en un intento audaz por arrebatarle el arma.
—¡Vamos, termina ya! ¡No voy a perderte por una tontería como esta! —le gritó al joven demente, esmerándose por resolver lo que ella misma había provocado, aunque no sabía bien a cuál de los dos salvar realmente. Podía acobijar los actos de su hijo, pero también le preocupaba el destino de su amante.
—Demasiado tarde, ramera —le respondió él, sonriendo macabramente y fijándole bien aquellos ojos negros que le había heredado—. Ya me perdiste —dijo, dejando caer fuertemente el mazo en una de sus mejillas.
La señora Beck cayó, escupiendo la sangre que brotaba de su encía rota. Dos dientes y una muela fueron aflojados y aquel intenso dolor la abrumó bastante, dejándola tumbada.
El hombre aprovechó la disputa y meneándose torpemente intentó abrir la puerta que estaba al final de la cocina. Sin tener éxito, corrió a la entrada principal, pero ese umbral también estaba sellado. Con la tensión rozándole las amígdalas, abrió una puerta que quedaba cerca de la sala.
En cuanto vio a su madre en el suelo, Sill prefirió ir por el cretino antes de asesinarla. Como sabía bien que se había encargado de asegurar la puerta principal antes de iniciar su cacería, supuso que el hombre no había podido salir y por ello seguramente se encontraría escondido en alguna parte de la casa.
La señora Beck se mantuvo pecho al suelo, lamentando no contar con un vecino a varios kilómetros a la redonda. Aunque tampoco quería llamar a la policía, pues lo último que quería era tener un hijo en prisión. Lo único que le quedaba era seguir por cuenta suya, por eso trabajosamente se levantó. Cargada de desconsuelo y rabia, salió al cobertizo y buscó un arma para lograr intimidar a Sill.
Mientras tanto, el amante se encontraba adentro del sótano. La oscuridad era densa y por más que trató de hacer funcionar los interruptores, no logró deshacerse de ella. Apresurado, sacó su teléfono portátil para llamar a la policía, pero la falta de señal se interpuso en su objetivo. Lo mejor era salir de ahí e intentar llamar una vez más. Se acercó a los muros, buscando alguna salida. Muy pronto escuchó como si algo pesado hubiera sido lanzado al suelo. Los vellos de sus antebrazos se le erizaron por completo. Temeroso, prefirió ocultarse detrás de unos estantes viejos, manteniéndose en cuclillas y arrepintiéndose del día en el que había decidido entrometerse en el matrimonio de la señora Beck.
Él, el profesor Scott, impartía clases de historia en la secundaria a la que Sill había asistido. Tener un amorío con la madre de uno de sus alumnos ya era algo que venía haciendo desde el día en el que logró obtener una plaza. Aunque la señora Beck siempre le había llamado la atención, prefirió tener una relación con ella años después de haberle dado clases a su hijo. Repentinamente el día en el que la encontró haciendo compras en un pueblo cercano al instituto, se atrevió a coquetearle un poco, logrando que ella cayera a sus pies. Durante tres meses se dedicó a visitarla de vez en cuando para tener sexo casual y después, a cambio de eso, optó por llevarla a pasear a lugares que no quedaran muy cerca de ahí. Para que Jeff no sospechara de ello, la mujer le decía que era su mejor amiga quien la invitaba a salir. Sin embargo, Scott no era el primer amante que ella tenía e incluso podría decirse que el incidente en el rastro había sido producto de uno de esos encuentros.
La señora Beck también sentía algo de arrepentimiento. Jamás pudo haber creído que su deslealtad pudiera llegar a costarle la vida (ninguno de los actos que había cometido anteriormente lo había hecho). La actitud de su hijo la había dejado anonadada, recordándole sobre el infortunio que había tenido cuando visitó el rastro por primera vez. Ella sabía que Sill no había quedado bien después de eso, y lo único que lamentaba por el momento era no haberlo encerrado en una clínica mental. «Todo saldrá bien. Todo saldrá bien…», pudo admitir, mientras tomaba un machete. Había pensado en recurrir a la escopeta de su esposo, pero siempre había sido una total ignorante para el uso de armas de fuego.
Antes de salir del cuarto de telebrejos, tomó la llave que le había dado Jeff y abrió la puerta de madera que estaba pegada al suelo del jardín para meterse en el sótano y buscar a su amante.
Sill también se encontraba ahí, ideando sorprender al profesor con un riguroso golpe que lo tumbaría de lleno para después aplastarle todos los miembros; dejándolo como un insignificante trozo de carne molida. De repente, escuchó un aliento agitado que provenía del otro lado. Emocionado se dirigió hacia allá y se ocultó detrás de una pila de cajas. «Pronto, el toro entrará en el corral y entonces obtendrá su merecido», se dijo, manteniéndose inerte y sin siquiera darse el gusto de permitir salir un poco del vaho que emanaba de su excitación.
Sumergida en la lobreguez, la señora Beck se movió temblorosamente por todo el lugar. La ausencia de luz la ponía aún más nerviosa. Ella no era más que una debilucha y cobarde. Toda su vida lo había sido y era sorprendente que se estuviera atreviendo a ir en contra de eso. No podía creer que estaba sosteniendo un arma, aunque tenía fe en que lograría calmar el asunto. Completamente concentrada en ello, siguió caminando lentamente y maldiciendo a su esposo por no haber arreglado las conexiones de luz.
Detrás de las cajas, Sill permaneció escondido y tomando el mazo con ambas manos. Pocos segundos transcurrieron cuando una sombra empezó a acercarse. El adolescente cerró los ojos y levantó el arma, dando casi media vuelta sobre su propio eje hasta hacer chocar el mazo contra la silueta. De un fuerte impacto tumbó a la víctima, dejándola totalmente espalda al suelo, inmóvil y exánime por el dolor. Dio un paso atrás y sin atreverse a mirar todavía, sintió un cosquilleo fastidioso que atravesó por completo su piel, aumentando su ansiedad, aumentando su adrenalina y esa furia salvaje que se encargó de hervirle la sangre; fue entonces cuando empezó a golpear el cuerpo de aquel sujeto al que había apodado como el toro, mientras se encargaba de mover sus labios: «Justicia» era la palabra muda que escupía una y otra vez. No sabía cuándo detenerse o dejar de hacerse el ciego; no lo sabía porque por más que lo intentaba no podía dejar de hacerlo; el sonido que hacían los huesos crujiendo y la carne siendo machacada, se convirtió en una armonía que le provocó alivio y normalizó el nivel de su temperatura.
Cuando al fin sintió que todo lo que pedía a gritos se le había concedido, se detuvo, limpiándose el rostro con la manga derecha de su camiseta. Quería observar cómo había quedado el cuerpo, pero la oscuridad seguía ahí, restándole visión. Entonces prefirió agacharse y tentarlo, pero antes de hacerlo, escuchó unos pasos que provenían del lado contrario del sótano.
A medio metro de él, justo detrás de unos estantes de madera, el profesor salió de pronto, arrastrándose hacia la puerta que daba al final de una escalera. Sill sintió un vacío estremecedor que inició en su estómago y fue creciendo hasta invadir sus vísceras. Vio al hombre intentando escapar y lentamente desvió la mirada hacia el deformado cuerpo que yacía cerca de sus pies. Ahí estaba su madre, embarrada en el suelo, con la cabeza destrozada, los órganos nadando en sangre y algunas partes de su cuerpo hechas papilla. Al verla, el adolescente pudo haber soltado el llanto y encresparse del horror, pero finalmente asesinarla también era parte de su plan. Aquel humanismo exagerado controlaba ahora sus emociones. Alguna vez la quiso, sí; lo suficiente como para haber quedado adolorido durante todas esas ocasiones en las que ella le demostró que jamás lo iba a amar tanto como a su hermano. Era su madre, sí; pero estaba convencido de que no se merecía ese título luego de haber sido infiel. Él no iba a aceptar ser hijo de una…, de una vaca. Haberla matado cruelmente podía verse enfermizo o atroz, pero si en verdad se le diera privilegio a los valores que habían sido profanados, podría decirse que el acto apenas si cubría la insignificancia con la que era visto el sacrificio de cualquier animal de granja.
Mientras el profesor se dirigía hacia la sala, pensó escapar por una de las ventanas, temeroso de que Sill lo atrapara antes de tiempo; pero en lugar de seguirlo, el adolescente corrió hacia la puerta contraria, retiró el seguro y atravesó el jardín trasero, yendo hacia el cuarto de telebrejos, dispuesto a coger ahora así la escopeta.
Del otro lado de la casa, el profesor huía por su vida. Solía dejar su auto a poco más de medio kilómetro de ahí, ocultándolo detrás de unos arbustos, y ahora se maldecía por haberlo hecho, ya que su pésima condición física volvía aún más difícil su situación.
El vehículo que estaba a unos cuantos metros de él, pareció sonreírle. Pronto se subiría y abandonaría la grotesca pesadilla, pero antes de que pudiera dar un paso más, una bala rozó el costado izquierdo de su torso.
Sill apareció detrás de él. El mazo que había usado antes, permanecía a sus pies, y como parte de su estrategia se había quitado los guantes, atreviéndose a tomar así el arma de fuego y disparar.
—¡Mocoso! ¿Qué estás demente? —le gritó el profesor, alejándose de él lentamente—. ¡Asesino! ¡¿Cómo pudiste haberle hecho eso a tu propia madre?!
Unos cuantos pasos los separaban.
Sill se quedó quieto y apuntándole.
—Ella ya no pertenecía a este mundo —respondió fríamente, enfocándose en no perder la mira. Sus brazos ya se habían agotado, pero no iba a permitir que el cansancio lo hiciera retroceder.
Si Scott no se había atrevido a enfrentarlo era porque carecía de ciertas habilidades que posiblemente lo ayudarían a salir ileso del intento. Su cobardía lo convencía de seguir corriendo antes que cometer cualquier estupidez, pero algo adentro de él le suplicaba que se defendiera. Miró el mazo en el suelo y no pudo pensar en otra cosa más que en tomarlo. Sus sentidos se tensaron y sin darse tiempo para analizarlo siquiera, se agachó, corriendo de frente hacia su agresor para lograr desequilibrarlo.
Sill cayó, concentrándose en no soltar la escopeta. Cuando vio que el hombre se dirigía velozmente para apropiarse del mazo, lo único que hizo fue sonreír con perversidad. «Bien hecho, idiota», pensó, levantándose y apuntándole una vez más.
Ambos quedaron de frente e inmersos en una situación en la que no había lugar para el arrepentimiento o la duda. Scott se dio cuenta de que no lograría ser más veloz que una bala; en realidad le parecía extraño que el chico no le hubiera disparado ya. Con el miedo prendiéndose de sus hombros, levantó el mazo y Sill correspondió tirando del gatillo.
En menos de un segundo, los dos fueron presas de un impacto que enmudeció sus conciencias.
El mazo rozó una parte de la cabeza del muchacho, tumbándolo hasta el suelo. El golpe lo atontó por un leve instante, originándole una jaqueca que terminó por nublarle la vista. Boquiabierto, se puso de pie, concentrándose en la silueta borrosa que estaba al frente. Se trataba del profesor que yacía en el suelo, retorciéndose por el dolor que emergía del orificio que la bala le había hecho en el muslo derecho.
—¡Mátame a mí también, idiota! ¡Vamos! ¡Hazlo de una buena vez! —exclamó, retándolo.
—Dos muertos y un vivo hacen un solo sospechoso. Un muerto y dos vivos hacen dos sospechosos —le respondió Sill, metiendo la mano en uno de los bolsillos traseros para sacar el par de guantes de cuero que llevaba puestos antes de salir de casa. Después tomó el mazo, dejando la escopeta a un lado.
—¿Crees que te tengo miedo? ¡Pude haberte aniquilado si no hubiera sido por la estúpida de tu madre! Y sabes que lo haré, así que tu mejor decisión es matarme —mencionó a gritos, totalmente descontrolado por el repudio. Su mirada expedía ira y no podía dejar de gemir.
El adolescente se puso los guantes nuevamente y lo golpeó con el mazo, machacándole el tobillo izquierdo.
—El toro no debe desangrarse o el rastro no podrá llegar a tiempo para llevárselo —dijo en voz baja. Tomó ambas armas y se alejó a toda velocidad.
Scott se revolcó, levantando la tierra suelta y pegando la espalda contra el suelo. Su garganta fue exprimida con alaridos de súplica y desasosiego. No sabía cuál era el plan del pequeño bastardo y no se iba a quedar para descubrirlo. Con el muslo derecho baleado y el tobillo izquierdo casi desecho, tuvo que optar por arrastrarse lo más lejos que pudo. El dolor era intenso y el llanto humilló su hombría, alimentándose del pánico que sobresalía de todas esas incómodas sensaciones que lo atosigaban. Tenía miedo de quedarse, pero sabía que no lograría avanzar demasiado. El malestar lo tumbaría y si no era eso, quizá su cobardía lo haría. No era un hombre osado ni se aferraba tanto a la vida; era un débil, era un mártir, que después de todo, tenía mucho en común con la forma de ser de la difunta señora Beck.
3
Agitado y a mitad de una mordaz satisfacción, Sill corría velozmente, sosteniendo con fuerza el mazo y la escopeta. Sin freno alguno, continuó tragándose la preocupación que salía de las sandeces que había cometido. Inhaló y exhaló fuertemente, diciéndole adiós al verdoso paisaje para entrar de nuevo en su hogar.
Con las manos temblándole hasta los codos, tomó el teléfono de la sala. Se acercó la bocina a la cara y al sentir el pálpito retumbándole en la cordura, una operadora atendió su llamada.
—616, ¿cuál es su emergencia?
—¡Un hombre asesinó a mi madre! —exclamó, fingiendo pánico— ¡Sigue aquí y quiere matarme!
Después de pedirle la dirección, la mujer le indicó que la policía acudiría de inmediato para auxiliarle.
Luego de completar el primer paso, se lavó la cara y se cambió de atuendo. Pensó en quemar las ropas manchadas con sangre y los guantes de cuero, pero no había tiempo para hacerlo, así que por el momento prefirió enterrarlos en los alrededores; más tarde se ocuparía de ellos. Finalmente, cogió una vez más las armas y volvió a donde se encontraba el profesor.
Desde lejos lo vio arrastrándose para intentar desesperadamente escapar. Convencido de que no avanzaría demasiado, se dispuso a vigilarlo desde ahí.
Mientras esperaba a que llegara la ayuda, repasó ávidamente lo que pretendía decir, planeando con astucia cada uno de sus movimientos mentales. Se necesitaba demasiada sagacidad para poder salvarse de algo como eso, y él sentía que era el indicado para hacerlo. Lo planeó bien desde que realizó la llamada; ahora solamente tenía que enfocarse en no echarlo a perder.
En cuestión de minutos, el sonido de unas sirenas destruyó el sosiego que invadía el prado. Dos patrullas aparecieron de pronto, y de ellas salieron tres hombres. Al verlos, Sill lanzó un sollozo, fingiendo aliviar su preocupación. Se había forzado a llorar antes de que llegaran, enrojeciendo sus ojos y dejándose las mejillas cubiertas por lágrimas secas.
Scott también notó la compañía y al verlos, inmediatamente comenzó a pegar mil gritos, tratando de llamar la atención.
—¡Ayúdenme! ¡Está loco! —chilló como un niño asustadizo—. ¡Mató a su madre! ¡Es un asesino!
—¡Tú la mataste! ¡La mataste, estúpido! —exclamó Sill, sacando el llanto con un resentimiento hostil que lo hacía ver como la verdadera víctima.
—Vayan por el hombre herido —mencionó uno de los policías, encaminándose hacia la mórbida escena—. Llamaré a una ambulancia y tú… —señaló a Sill—, espera a que venga el detective. Él es el que se encargará de resolver todo esto.
«¿Un detective?», pensó el muchacho, afirmando que iba a tener que empeñarse aún más si quería salir libre del embrollo.
La ambulancia llegó, y Scott que ya alucinaba por la pérdida de sangre, fue subido en ella. Un policía le tomó algunas fotografías antes de que se lo llevaran. Después, el resto se dedicó a merodear por los alrededores, recopilando una que otra evidencia. Cuando creyeron que ya habían obtenido lo suficiente, le pidieron a Sill que los acompañara al lugar en donde estaba el cadáver. Todos se dirigieron hacia allá.
En la sala, el adolescente se detuvo.
—Es ahí —dijo, señalando la puerta que daba al sótano—. No quiero entrar. No puedo verla. ¡No puedo! —mencionó, temblando y con la cara ahogada en horror.
Cuando los dos hombres pasaron, una luz atravesó la ventana que quedaba cerca de la entrada principal. «¡El detective!», pensó Sill, sintiendo un leve vértigo que fue directo hasta su médula. De reojo, notó que un vehículo atravesaba el camino de tierra. Para verlo mejor, se volteó completamente.
Benjamín Hufferd apareció fumando un cigarrillo. Tiró la colilla y cerró la puerta de su Audi de color negro, recién encerado y en perfectas condiciones. Un hombre tan talentoso como él era envidiado por su inteligencia y detestado por su enfermiza inmodestia. Tenía un atractivo que impresionaba a la mayoría de las mujeres quienes se sentían atraídas por sus rasgos finos. El cabello azabache y la piel clara combinaban bien con el tupé de rockabilly que siempre lucía; mientras que esos grandes ojos color miel, el mentón afilado y la nariz recta, iban a la par de su cara delgada. Su físico era acompañado por un caminar estilizado en el que movía su menudo cuerpo como si fuera uno de esos modelos que solían salir en las revistas. Estaba a mitad de la adultez, teniendo treinta años de edad. Al primer vistazo se le podían notar diez años menos, pero cuando se le miraba el rostro con detalle, eso cambiaba, pues las pocas líneas de expresión que tenía, daban a entender que ya no era un jovencito. Aunque existía algo que lo caracterizaba mucho, algo que iba todavía más allá de su apariencia, más allá de esa sonrisa de villano que poseía y de su elegancia para vestir de etiqueta; era algo mejor que esa exquisita forma de hablar, más que su porte analítico y la vanidosa forma de levantar una ceja para transmitir impresión. El detective Hufferd era reconocido por ser un individuo obsesivo que siempre terminaba todo lo que empezaba. Dicho perfeccionismo lo dotaba de la capacidad de volver una idea tangible y fundirla con la realidad. No había caso que dejara abierto o que finalizara con una incógnita; no había nada que temiera resolver ni nadie que le diera suficiente batalla. Era demasiado bueno en lo que hacía, y adoraba ser parte de eso. No era más que un egocéntrico que se sentía orgulloso de sus cualidades. A pesar de ello, había tres cosas que abominaba de sí mismo: su nombre, su delgadez y su pasado.
—¡Hufferd! —le llamó el jefe de policía, mientras caminaba hacia él—. Parece ser más complicado de lo que creíamos.
—¿Complicado? —respondió el vanidoso hombre, completamente serio y petulante—. Yo me río de la definición de esa palabra —dicho esto, se acomodó el sombrero Fedora que cubría su cabeza y elevó con ambas manos el cuello de su gabardina. Entró en la casa con la cara bien en alto y desbordando vanidad por la comisura de los labios—. ¿Cuál es el resumen?
El oficial sacó una libreta pequeña en la que había hecho algunas anotaciones.
—El muchacho fue el que realizó la llamada, indicando que un hombre había asesinado a su madre y que también había intentado hacer lo mismo con él. Lo catastrófico del caso es que en cuanto llegamos, vimos al supuesto homicida arrastrándose en el suelo con el tobillo herido y culpando al muchacho por todo.
—¿Ya hablaron con alguno de los dos?
—No. Estábamos esperando a que usted llegara. Por cierto, el hombre tuvo que ser llevado urgentemente al hospital.
—No importa. Después conversaré con él. Por ahora escucharemos al jovencito. Reúne a todos en la sala.
—¿Todos?
—Así es —respondió Hufferd, intentando mascullar—. Si él fue el que cometió el crimen, debemos empezar a hacer que entre en tensión.
En minutos, Sill ocupó un banco que fue puesto en el centro de la habitación. Todos los que se encontraban adentro, lo rodearon para escuchar su versión.
—¿Cuál es tu nombre? —Hufferd empezó a cuestionarlo.
—Sill… Sill Beck.
—¿Edad?
—Diecisiete.
—Bien, Sill. Dime, ¿qué fue lo que pasó aquí?
El adolescente ya había planeado su tirada. La historia que estaba por contar había sido estudiada justo después de haberle llamado a la policía, y aunque sabía que se encontraba frente a alguien que podía resultar ser más inteligente que él, no tenía miedo, al contrario, todo el asunto lo excitaba.
«Tú puedes, maldición», se dijo, mientras ponía una cara de inocencia y dolor, evitando exagerar sus gestos para dar mención a la terrible anécdota que había elaborado con sublime brillantez.
—Antes de llegar a casa, escuché gritos…, entré y lo vi… —Sill se detuvo, tratando de sostener las lágrimas que se le resbalaban en el intento por continuar con la farsa. Haciéndose el afligido, puso la vista en el techo y continuó—… Él estaba abusando sexualmente de mi madre.
—¿Conoces al sujeto?
—Al principio no tenía idea de quien era. Fue hasta después que recordé que me había dado clases en la secundaria.
—Muy bien. Prosigue.
—Cuando vi a mi madre, me asusté y me quedé estático. Ella lloró y me ordenó que me fuera. Yo corrí hacia el comedor. El profesor tomó a mi madre y fue detrás de mí. Ella quiso detenerlo, entonces él la golpeó, así que corrí al sótano y me escondí debajo de las escaleras, pero él logró seguirme. Mi madre llegó poco después y comenzaron a forcejear. Fue ahí cuando ese estúpido la lanzó al suelo y… —los ojos del chico empezaron a humedecerse.
—Vamos, trata de tranquilizarte y recuerda que necesitamos que nos cuentes todo —explicó Hufferd, analizando cada uno de los ademanes del muchacho.
—¡Él la mató a golpes! ¡Con el mazo! —gritó, sacudiendo su cabeza y bañándose las mejillas con lloriqueos de intenso sufrimiento—. No lo soporté. Me aterré al instante y corrí a la puerta para salir por el jardín trasero. Sabía que el infeliz me iba a perseguir, por eso fui al cobertizo y tomé la escopeta de mi padre. ¡Yo no quería que me matara! ¡No quería! Y traté de huir o esconderme, pero me alcanzó. Lo sentía tan cerca de mí, que disparé y al mismo tiempo él me lanzó el mazo en la cabeza, entonces le disparé una vez más. Antes de que volviera a casa para pedir ayuda, vi cómo ese monstruo se destrozó el tobillo diciendo que me culparía de todo. ¡Está loco! ¡Está completamente loco!
Sill se echó a llorar, estremeciéndose entre cada sollozo y poniéndose las palmas de ambas manos en la cara, hasta dejarlas empapadas en lágrimas.
Los presentes se quedaron perplejos ante lo escuchado. La mayoría apostaba a que el profesor era el culpable y Hufferd se encontraba del lado de quienes se sentían un tanto escépticos ante el relato.
—Para facilitarle el trabajo a los abogados, te voy a pedir que me lo cuentes nuevamente —le dijo el detective, sosteniendo un aparato con el que ya había grabado la versión anterior—. Pero esta vez, quiero que me lo digas al revés.
—¿Al revés? —Sill fingió desconcierto. La estrategia no le parecía nueva. Había leído algo al respecto.
—Dime lo que sucedió, pero como si tuvieras la habilidad de retroceder lentamente. Te daré un ejemplo: Esta mañana fui a trabajar, conduje hasta mi empleo, desayuné, me bañé y me levanté. ¿Entiendes?
—Parece que sí.
—Puedes comenzar, Sill.
—El profesor se lastimó el tobillo porque quería culparme de todo. Yo… Yo corrí a casa para pedir ayuda, después de que él me lanzó el mazo y yo le disparé —centró la mirada, sollozando un poco—. Él me persiguió y yo fui a buscar la escopeta porque estábamos en el sótano, y fue ahí en donde él asesinó a mi madre a golpes. Él la tiró y luego de forcejear con ella… Yo traté de escapar porque ella me lo pidió —gruesas lágrimas comenzaron a escurrirse entre sus mejillas—, y yo… Yo aparecí en el momento en el que ese… ¡Ese hombre la estaba violando!
Los pocos que culpaban al adolescente del crimen, cambiaron de opinión al instante en que percibieron que los hechos eran narrados sin pausas ni errores en la sucesión. A excepción de Hufferd, quien seguía dudando acerca del relato. No podía encontrarle fallas a lo que había escuchado, pero era demasiado bueno captando las emociones de los demás, y cuando Sill contó lo acontecido, fijó suma atención en su mirada, notando que ahí no solo había sufrimiento, sino que también se asomaba un poco de orgullo y excitación.
Él sabía que ocultaba algo detrás de todo ese drama. Sin embargo, no podía sacar conclusiones todavía; no sin antes hablar con el profesor, escuchar la grabación de ambas versiones y entrevistar a algunas personas más.
—Es todo —respondió el vanidoso hombre—. El resto ya sabe qué hacer. Nos veremos allá para resolver esto —se acomodó una vez más el sombrero y salió de la casa.
El jefe de policía fue detrás de él.
—Ya tenía tiempo que no se veía algo así por estos rumbos —dijo, dirigiéndose al detective.
—Sí… Era un sitio tranquilo —respondió Hufferd.
—¿Usted cree que ese chico dice la verdad?
—Suena convincente, pero únicamente si se le escucha de manera superficial. No estudié una especialidad en criminología como para caer fácilmente en lo que parece más un thriller que un acto de la vida real. Hay demasiadas justificaciones en los actos que acabo de escuchar; detalles que no cualquier persona relataría después de pasar por algo como eso. Por ello, me tomé la molestia de grabar ambas versiones para analizarlas con calma.
—En mi opinión, puedo decir que yo continúo considerando es inocente.
—Pues antes de que siga pensándolo, debo recordarle que hay muchos locos allá afuera, y hasta ahora ya nada puede sorprendernos. Cuando entré a laborar de lleno, tuvieron que enviarme al campo, pero yo hice mi servicio en la ciudad. Allí fue en donde estuve en contacto con casos parecidos, con gente demasiado enferma; madres que violaban a sus hijos, tíos que secuestraban a sus sobrinos, hermanos que se mutilaban unos a los otros hasta devorarse los órganos sexuales… ¿Entiende lo que le digo?
El oficial asintió con la cabeza, haciéndose a un lado para ver cómo el detective prendía el motor del Audi. Después volteó hacia la casa, sintiendo un escalofrío atender sus dudas. La situación era del todo horrenda. De solo pensar que podría tratarse de su familia, le estremecía. Un tanto desorbitado, se dirigió a uno de sus subordinados.
—El chico sigue siendo sospechoso hasta que se demuestre lo contrario, así que debemos llevarlo a la comisaría.
4
La tarde brillaba gracias a las escasas nubes que caminaban lentamente sobre el cielo azul. Una camioneta recorría la autopista que iba a la comisaría del pueblo, y Jeff era quien la conducía. Se esforzaba por evitar que sus miembros se le adormecieran, pues luego de haber recibido la llamada de Sill, se vio obligado a abandonar el rastro. Su esposa había sido asesinada y su hijo menor estaba detenido… No quería que Ritho presenciara la debilidad emocional mutilándole el rostro, así que decidió que le daría la noticia más tarde.
Mientras, el camino le ayudaría a recobrar la fuerza necesaria para mantenerse cuerdo ante las circunstancias. Tenía todo ese tiempo para que su llanto se llevara la pesadez que sentía, junto con algunos recuerdos sobre la mujer de ojos negros que tanto había amado en vida. El dolor que surgía por la pérdida le acalambraba completos los sentidos, induciéndolo a derrumbar su estadía, y él se negó a dejarse llevar por ello, levantando la mirada y dando las gracias por haberla conocido, al mismo tiempo que tarareaba uno de los versos de una de las tantas canciones que le había dedicado:
«Eres demasiado buena para ser real,
no puedo dejar de admirarte.
Tocarte sería como tocar la eternidad,
tengo tantos deseos de amarte…»
Durante los siguientes días, Hufferd se encargó de contribuir en la investigación. Scott habló con él, declarando que en realidad el adolescente había enloquecido y había asesinado a su madre, para luego intentar deshacerse de él (una versión totalmente contraria a la de Sill). Las cosas eran demasiado complejas y el profesor contrató a un abogado para que las esclareciera, pues luego de conocer más sobre su situación, el detective no le dio muchas esperanzas.
El día del juicio, Sill y el profesor Scott acudieron al tribunal. Ambas declaraciones fueron acompañadas por la investigación que los abogados habían hecho sobre el caso. Fue complicado asegurar la inocencia del hombre porque todas las evidencias comprobaban lo contrario. En el mazo se encontraban sus huellas, mientras que en la escopeta estaban las de Sill. Para zafarse de esto, él afirmó que el chico había usado guantes para cubrirse los dedos, e inteligentemente se los había quitado al usar la escopeta; sin embargo, los investigadores afirmaron que la presencia de dichos guantes no era comprobable, y descartaron nuevamente la veracidad en sus palabras. En cuanto al análisis de la violación y el asesinato de la señora Beck, el profesor sostuvo que desde hace meses se frecuentaban, lo cual Jeff negó, debido a que en ese lapso no había generado sospecha alguna. Para comprobar que en verdad tenían una relación amorosa, la defensa de Sill pidió que mostrara alguna fotografía en la que aparecieran juntos o que le llamaran a cualquier testigo que fuera consciente de su relación, pero Scott era un hombre casado y no poseía nada de eso, pues siempre se empeñó en que nadie se enterara de que tenía una amante.
Para volver más complicada la situación, los forenses declararon que había sido imposible detectar si se había tratado de un abuso sexual o no, pues el aparato reproductor de la víctima había quedado en terribles condiciones, dejándolos sin indicios que pudieran determinar si el hombre la había penetrado con o sin el consentimiento de la mujer. El resto de las pruebas encontradas, como las pisadas que recorrían la parte del campo en donde la policía había encontrado a los sospechosos, únicamente confundieron más al jurado.
A mitad del juicio, Benjamín Hufferd se presentó, llevando consigo las evidencias que se había encargado de analizar. Puso la cinta que contenía las versiones grabadas de ambos sospechosos. En el relato en el que Scott pronunció los sucesos al revés, se escuchó al hombre tartamudeando y omitiendo algunas cosas, quizá por el choque emocional que mantuvo durante su estancia en el hospital; Sill, por su cuenta, sonó más convincente.
Cuando la situación seguía siendo un enigma, apareció la directora de la secundaria en donde Scott daba clases. La mujer tenía conflictos con él, así que no hizo más que dificultarle las cosas, diciendo que durante su carrera laboral lo había sancionado varias veces por impartir clases en estado de ebriedad, que muchos alumnos se quejaban porque les ponía apodos y los ridiculizaba frente a los demás, que su desempeño era de lo peor y que por ello ya había tratado varias veces reubicarlo en otra escuela. Ante lo escuchado, el jurado pareció respirar con alivio. La nefasta actitud de Scott, sus huellas en el mazo, la falta de evidencias sobre su relación con la señora Beck y la ineptitud de su abogado, lograron que el juez lo declarara culpable.
Hufferd quedó completamente inconforme con el resultado. Estaba seguro de que Sill era un criminal, y verlo salir en total libertad hizo que generara una especie de rencor hacia él.
«¿Inocente? Él fue quien lo hizo. Lo sé porque su lóbrega mirada me lo dice. En esos gestos de melancolía puedo ver un orgullo escondido, una satisfacción vertiéndosele hasta el cuello», pensó, mientras el jurado y el resto de los presentes abandonaban la sala. Si en verdad tenía razón, entonces Sill era un individuo realmente peligroso; a su corta edad poseía una brillantez colosal, la suficiente como para convertirlo en un criminal difícil de atrapar. No podía dejarlo ir; no podía quedarse quieto y mirar cómo atravesaba la puerta principal para marcharse a planear otro homicidio. Tenía que hacer algo; lo que fuera, pero debía hacerlo pronto.
—Saludos, señor Beck. Parece ser que todo ha resultado bien para su hijo —dijo Hufferd, yendo a alcanzarlos.
—Así es —respondió Jeff un tanto disgustado. Él más que nadie, apuntaba a que Scott era culpable. Cuando el detective apareció en su casa pidiéndole información, no le pareció agradable que se mostrara interesado en culpar a Sill de un crimen tan sandio como ese—. Adiós, señor Hufferd.
—Espere —insistió el vanidoso hombre—. Quisiera conversar con usted.
—Sill, ve a la camioneta. Te alcanzaré en unos minutos —mencionó Jeff, dándole las llaves.
Él asintió con la cabeza y se marchó.
—Y, ¿bien? Creí que ya todo había terminado.
—Solamente quería replicarle su pésima contribución a la resolución de este caso.
—Yo únicamente ayudé en lo que era necesario.
—No lo creo, señor Beck.
—¿Sigue insistiendo en que mi hijo es un asesino?
—Su hijo no es un asesino; usted es simplemente un mal padre. Está solapando un genio que podría crecer y convertirse en un peligro para todos nosotros. Si Scott era inocente, usted acaba de ayudar a que cumpla una sentencia que no le corresponde.
—Si fuera inocente… Pero todo apunta a que no lo es.
—¿Desde hace cuánto sabe que su hijo tiene un alto coeficiente intelectual?
—El caso terminó y usted ya no es más que un hombre impertinente que quisiera no volver a ver jamás —respondió, dándose media vuelta para marcharse de ahí.
—Eso espero, señor. Aunque con la habilidad de Sill para hacer esta clase de cosas, creo que no pasará mucho tiempo para que nos volvamos a ver.
—¡Mi hijo experimentó un acto tan denigrante que posiblemente lo traumará de por vida! —exclamó Jeff, con el disgusto enrojeciéndole el rostro y volteándose de inmediato para encarar al petulante detective—. Presenció a su madre siendo violada y asesinada, estuvo en riesgo de morir también. ¿Y ahora cree que voy a tragarme toda la palabrería que usted me está diciendo?
—Ese trauma que parece preocuparle tanto, pudo aparecer mucho antes de que Scott llegara a sus vidas.
Jeff se mantuvo callado y tratando de analizar lo escuchado. Con el pecho agitado por la ira, su mente dio vueltas hasta escoger el recuerdo de la tragedia que su pequeño hijo había pasado en el rastro.
—Adiós, nuevamente, detective.
—Que su adiós sea firme. Eso es todo lo que espero —respondió Hufferd con el orgullo un tanto herido.
Esa noche, la casa de los Beck fue invadida por un pestilente aroma a soledad e incertidumbre. Jeff permaneció recostado en su cama, luchando por no ser devorado por los recuerdos de su amada. Ritho se mantuvo afuera; luego de la pérdida de su madre, se dispuso a salir con algunos de los que trabajaban en el rastro para ingerir grandes cantidades de alcohol hasta quedar inconsciente.
Sin nadie con quien compartir la habitación, Sill aprovechó para encerrarse y ponerse a trabajar por horas en una creación que empezó horas después del juicio. Se trataba de una pintura en la que aparecía un toro apareándose con una vaca, ambos siendo atravesados por un mazo de color rojo. Al finalizarla, reflexionó acerca de lo que sucedió con esos dos personajes a quienes había tenido el atrevimiento de inmortalizar en su lienzo.
No le apenaba haber matado a su madre, sino haber presenciado su traición. En el fondo se sentía bien al saber que su padre estaba mejor sin el falso amor de una criatura que era parte de la subespecie animal, no obstante, tampoco estaba satisfecho con haberle mentido. Era consciente de que las mentiras estaban hechas para ser descubiertas, que no había ser más ruin que aquel que se engañara a sí mismo y a quienes le rodeaban. Se lamentaba por hacerlo y prometió que ocultaría la verdad solamente por un tiempo; solo hasta que pudiera convencer fácilmente a su padre de que no había cometido ningún crimen.
Con todo lo sucedido, la idea de que los animales no debían ser castigados evolucionó hasta formular la creencia de la existencia de un virus que había sido regado en la psique de la humanidad, el cual dividía a las personas en humanos de mente y humanos de carne.
¿Por qué Sill se sentía tan importante de ser el único en saberlo? Porque él creía que era el elegido para hacer algo por ello; él tenía que ser el responsable de castigar a todos aquellos que fueran de carne y abrirle el paso a la especie más avanzada de las dos.
1Cuando Sill, nuestro personaje, cumplió dieciocho de edad, empezó a culminar una de las etapas de la evolución de su pensamiento. Hasta ese momento, en el Reino Mental las cosas parecían complicarse. La Reina luchaba con la estupidez que surgía de la adolescencia de Sill, manteniendo la Fuente de la Razón con suficiente agua para que las Bestias pudieran beberla. Con ello, el chico pudo concentrarse en seguir su idealismo sin que hubiera realmente nada que lo distrajera. En lugar de tirarse a los vicios convencionales o descubrir lo que se sentía poseer una mujer, se dedicó a leer. Sill era un verdadero
1«Yo seré lo que nadie quiere ser y cuando los demás sepan en quién me he convertido, también conocerán quienes son realmente», pensaba Sill a la par de su lectura. Hacía semanas que había estado metido en el análisis de una obra sobre filosofía que había captado su atención; aunque comer libros dejó de ser su única ocupación después de haber cursado la preparatoria. Mientras algunos de sus compañeros cursaban la universidad, nuestro personaje seguía sin hacerlo. Por eso su padre le ofreció que se encargara del negocio de la carne seca por un año. Si decidía
1Sill abrió los ojos. Esta vez ningún despertador sonó. Era sábado y no tenía que apresurarse para poner los pies afuera de la cama. No era día de clases y tampoco pensaba en ir a trabajar. Hacía una semana que ya no limpiaba pollo crudo. Después de aquella noche en la que le rompieron la nariz y besó por primera vez a una chica, decidió planear cómo se vengaría de el de la gorra roja. Con lo que obtenía del local de alas, tardaría años en pagar un arma, por eso decidió cambiarse a un empleo que le proporcionara mejores ganancias. Antes de hacerlo, fue a visitar
1 La luz que se había alojado en la mente de Sill, permanecía sentada en el centro del reino. No había sido fácil convertirse en la Filosofía del Animal, pero ahora su trono estaba en la punta de la Torre de la Personalidad; en esa enorme estructura que no paraba de retirarse y colocarse bloques con el fin de auto-modificarse y en la que se aparecían todo tipo de seres, entre ellos, el Fantasma de la Locura. Con el nacimiento de la soberana, los habitantes del Reino Mental tuvieron que adaptarse a diversos cambios. A pesar de que la Fuente de la Razón siguió siendo el lugar en donde toda clase de seres alcanzaban su transformación, nadie tenía permiso de pasar ahí
1Sill se encontraba semidesnudo, sentado en su cama y recordando las secuelas de lo acontecido. Le preocupaba el tema de las cámaras del matadero, pues aunque pudo cubrir las del interior, no había podido hacer lo mismo con las exteriores. Contaba con la capacidad anormal de buscarle una respuesta a cualquier clase de situación compleja. Esa brillantez quizá era un don con el que había nacido, pues a pesar de actuar como un psicópata, todavía poseía la habilidad de tomar decisiones pensando en las consecuencias de las mismas. Después de dejar en su casa las bolsas con la carne, condujo nuevamente al matader
1En el instituto del CIC (Cuerpo de Investigadores de Criminales) el ambiente estaba al máximo punto de su mundanidad. El vientecillo de algunos ventiladores pacificaba el exceso de tensión que emergía cada mañana, siendo secundado por el olor a café que cubría cada uno de los pasillos. Todos los empleados se mantenían trabajando arduamente, pero la oficina en la que se podía percibir más tensión, era la que tenía una puerta de cristal con dos iniciales grabadas: B. H. Hacía poco más de un año que Benjamín Hufferd había sido transferido a la ciudad. Durante meses le rogó a su jefe que le proporcion
1 Sill con veinte años ya, se dirigió a «Magnífica», la agencia de la que le habló Tijeras Douglas. La razón por la que estaba ahí era para convertirse en el próximo archivista. Estaba dispuesto a laborar para Dylan porque solo así podría conocerlo mejor y lograr tenderle una trampa. ¿Por qué ir por un cerdo tan grande? Si quería comenzar a planear su legado, estaba obligado a generar experiencia con presas de mayor reputación, en las que la caza resultaba ser más compleja; además, los ahorros de su difunto hermano ya estaban por terminarse, así que necesitaba rebajarse a lo que el sistema le ofrecía. Desde que el asistente de recursos humanos lo entrevistó, Sill se enfocó en fingir
1Su última experiencia onírica lo dejó como un completo mártir. Cada mañana padecía de desvelos continuos y dolores de cabeza, mientras que por la noche la intranquilidad aumentaba, depositándolo en un sendero de ansiedad y temor que parecía infinito. Sabía que todo eso se debía a la incapacidad de soltarle la verdad a su amada, pues la naturaleza sádica de su interior solo se dedicaba a oprimirlo constantemente, obligándolo a permanecer callado. Le preocupaba que su esencia fuera absorbida por el cariño que sentía por Sue. Con amargura recordaba el día en el que se había dejado doblegar por