C7: Tú estás muerto.

Royal estaba atrapado en una oscuridad insondable. No era un sueño ni una pesadilla, era algo mucho más inquietante. Era consciente de sí mismo, pero al mismo tiempo estaba desconectado de su cuerpo. Sabía que tenía brazos, piernas, un torso, pero no podía moverlos. Era como si estuvieran allí, presentes, pero fuera de su alcance, como si hubieran dejado de pertenecerle.

No sentía dolor, ni calor, ni frío. No sentía nada. Y esa ausencia de todo lo aterraba más que cualquier sufrimiento imaginable. Quería gritar, pedir ayuda, pero no podía. Su garganta no emitía sonido alguno.

Sin embargo, su mente seguía alerta, y en medio de esa prisión oscura, comenzó a escuchar algo, voces lejanas que parecían flotar en el vacío.

Al principio, eran apenas un murmullo, fragmentos de palabras que no podía distinguir. Luego, se hicieron más claras, pero aún distantes, como si se originaran en un mundo al que ya no pertenecía. Intentó concentrarse en ellas, buscar un significado en ese mar de confusión, y por fortuna -o por desgracia- pudo escuchar algunas frases.

"Señor... Señor, ¿me escucha?"

"Podría entrar en paro si no se estabiliza..."

"Su estado es crítico..."

"No hay signos vitales..."

"Hora de muerte: 13:42 PM..."

«¡No, no! ¡No estoy muerto!», gritó, pero solo habló su voz interna. No podía mover los labios, no podía hablar ni dar señales de vida. Aquello fue lo último que escuchó antes de que las voces se apagaran, dejándolo en un silencio abrumador.

«¡Estoy vivo, ayúdenme!», pensó desesperado, pero no había manera de que alguien pudiera leerle la mente. 

Royal Fankhauser, CEO de una importante empresa automotriz multinacional de nombre "Fankhauser Aether Motors", sufría de un trastorno neurológico denominado catalepsia, y su mayor miedo, el terror que lo invadía, era la idea de que lo enterraran vivo.

La claustrofobia lo envolvía con cada segundo que pasaba en esa agonía interminable. Aunque no había tierra sobre él, lo sentía, como si el peso de la tierra lo aplastara, como si ya estuviera dentro de un ataúd del que no podía escapar. Su pecho se oprimía, su garganta se cerraba, y la sensación de asfixia lo consumía. La desesperación era insoportable. Quería gritar, golpear, mover cualquier parte de su cuerpo, pero estaba atrapado en una carne que ya no respondía, una carne traicionera que no lo dejaba escapar.

En su mente, la tumba era una realidad tangible. La claustrofobia lo devoraba, lo arrastraba hacia un abismo de terror puro. El miedo de ser enterrado vivo era más que una simple idea: era una condena, una certeza que lo amenazaba cada vez más. ¿Quién lo escucharía si se encontraba en esa oscuridad, rodeado de tierra, incapaz de moverse, de pedir ayuda? Nadie. Estaba solo, prisionero de su propio cuerpo y prisionero de su propia conciencia.

La desesperanza se apoderaba de él, y el tiempo parecía detenerse. Su mente, agotada, no sabía si aquello era un sueño, una pesadilla interminable o la cruel realidad de su existencia. Solo una cosa era segura: el miedo a la claustrofobia, a la muerte sin liberación, a la oscuridad eterna, lo acompañaba en cada respiro, en cada pensamiento, y no sabía si podría soportarlo mucho más.

De repente, algo cambió. Una sensación distinta emergió en su cuerpo. En la palma de su mano, un leve hormigueo comenzó a brotar, apenas perceptible, pero suficiente para recordarle que aún existía. El hormigueo se extendió lentamente, viajando por sus dedos, subiendo por sus brazos. Lo mismo ocurrió en sus pies, donde aquella extraña sensación ascendió por sus piernas con una lentitud tortuosa.

Era como si algo lo reclamara de vuelta, como si su cuerpo empezara a responder después de haber estado desconectado por una eternidad. El hormigueo se convirtió en una corriente que recorrió cada fibra de su ser, despertando sensaciones que creía olvidadas.

Entonces, todo volvió a detenerse. No había sonidos, no había nada, salvo un frío intenso que comenzó a invadir su piel. Era un frío que lo atravesaba, penetrante, que parecía venir de lo más profundo de esa oscuridad.

El cuerpo de Royal reaccionó al frío de forma automática. Sintió cómo su piel se erizaba, un reflejo involuntario que le devolvía un atisbo de humanidad. Aunque todavía no podía moverse ni entender lo que ocurría, aquel simple acto le devolvió una chispa de esperanza. Algo estaba cambiando. Algo estaba despertando dentro de él.

El frío seguía calando en cada rincón de su cuerpo. Ya no era un simple hormigueo, era una incomodidad punzante que le atravesaba la piel. Poco a poco, se dio cuenta de algo inquietante: sentía el aire gélido en todo su cuerpo, como si estuviera completamente desnudo. La piel expuesta amplificaba esa sensación, dejándole claro que no había ropa que lo protegiera de ese ambiente extraño.

De repente, algo más llamó su atención: ruidos. No eran voces, sino sonidos indefinidos, el eco de movimientos, pasos, tal vez alguien manipulando objetos a su alrededor. 

Con gran esfuerzo, intentó concentrarse. Primero fue un dedo, apenas un pequeño espasmo, casi imperceptible. Luego, otro. Después su mano respondió y lentamente pudo empezar a moverla. Era como si cada músculo estuviera despertando de un largo letargo, reclamando su funcionalidad de manera desesperadamente lenta.

El forense, ajeno al milagro que estaba a punto de presenciar, ajustó sus guantes y tomó el bisturí con precisión. Se inclinó hacia el cuerpo aparentemente sin vida de Royal y comenzó la primera incisión en el pecho, siguiendo el procedimiento estándar para una autopsia. La hoja cortó la piel, pero apenas había avanzado un par de centímetros cuando una mano rígida y fría se aferró a su muñeca con una fuerza inesperada.

El bisturí cayó al suelo con un estruendo metálico mientras el forense, paralizado, levantó la vista, y lo que vio lo dejó sin aliento: los ojos de Royal, antes cerrados y sin vida, ahora estaban abiertos y lo miraban directamente.

El rostro del forense se tornó blanco como el uniforme que vestía. Todo su cuerpo comenzó a temblar mientras retrocedía, intentando procesar lo imposible. Ese hombre estaba muerto. No había signos vitales. Y ahora… ahora lo tenía sujetándolo, mirándolo, moviéndose.

—¡Dios mío! —gritó el forense, soltándose de la mano de Royal y tambaleándose hacia atrás hasta chocar con la pared de la sala. Su respiración era errática y sus ojos no podían apartarse del supuesto cadáver que ahora parecía todo menos un muerto.

Cuando Royal sintió que sus brazos ya no eran un peso muerto, decidió hacer algo más. Con un esfuerzo titánico, levantó el torso. Era como si cargara una losa sobre su pecho, pero lo logró.

Estaba sentado ahora, apoyándose en sus codos. Además, el color volvía a su cuerpo. Sus labios, antes lívidos y sin vida, ahora recuperaban una tonalidad rosada. Su piel, que había estado pálida como el mármol, empezaba a llenarse de un matiz cálido y vital.

Era él de nuevo. Respiraba, se movía, existía. Y entonces, fijó la mirada en el hombre que estaba con él en aquella habitación y su rostro reflejaba puro terror. Sus ojos estaban desorbitados, como si no pudiera comprender lo que estaba sucediendo.

Royal lo observó por un momento, y luego, su vista recorrió el lugar: paredes frías, luces fluorescentes, instrumentos quirúrgicos. El hombre vestido de blanco intentó decir algo, pero no logró articular palabra. Todo lo que hacía era mirar a Royal como si estuviera viendo a un fantasma.

—¿Dónde estoy? —preguntó Royal, con su voz ronca, casi irreconocible para él mismo.

El hombre no respondió. Su terror era indescriptible. Royal miró hacia abajo y notó su propio cuerpo desnudo, cubierto parcialmente por una sábana blanca que apenas lo cubría. Entonces lo entendió: había estado allí como un cadáver. Se encontraba en una morgue.

—¿Porqué estoy aquí? —volvió a preguntar, esta vez más fuerte, mientras su mente trataba de procesar lo que estaba ocurriendo.

El hombre vestido de blanco, que Royal ahora identificó como un forense, finalmente encontró las palabras, pero estas apenas salieron como un murmullo.

—T-Tú... No puede ser... Tú estás muerto... —articuló, apuntándole con el dedo.

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