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—¡¿Qué pasa, Santiago?! ¿Qué le pasó a mi hijo? —exclamó Miranda, su voz temblaba con una mezcla de desesperación y temor.Agustín apretó los puños a su lado, su mente nublada por la preocupación. No dejaba de pensar en Marella, su hija. El silencio de Santiago era un presagio, una sombra que caía sobre todos en la habitación.Santiago finalmente se dejó caer en una silla, como si su cuerpo ya no pudiera soportar el peso de la noticia que llevaba. Miranda, con las manos temblorosas, le ofreció un vaso de agua. Él lo tomó, pero no bebió. Sus ojos, rojos y vidriosos, se alzaron hacia ella, y en ese momento, el corazón de Miranda supo la verdad antes de que las palabras fueran pronunciadas.Lágrimas comenzaron a correr por el rostro de Santiago, sus manos temblaban, apretando el vaso con fuerza. Su garganta se cerraba, y cada palabra era como una daga que debía sacar lentamente.—¡Santiago, habla, por favor! —rogó Miranda, la angustia en su voz desgarrando el aire—. ¿Le pasó algo a mi hij
Yolanda colgó la llamada, su pecho subiendo y bajando de emoción contenida. Apenas tuvo tiempo de controlar la expresión de triunfo en su rostro cuando escuchó el sonido de otro teléfono. Sabía exactamente de quién era.Corrió hacia la sala y encontró a Máximo ya con el móvil en mano, atendiendo la llamada con una expresión de creciente alarma. Su voz, habitualmente fuerte y autoritaria, se quebró con un susurro.—¿Qué dijiste? —preguntó, su tono incrédulo. Un segundo después, el teléfono resbaló de sus manos, golpeando el suelo con un ruido seco.Yolanda se acercó rápidamente, fingiendo preocupación.—¡Mi amor! ¿Qué te pasa? ¿Estás bien? —preguntó, tomándolo del brazo.Pero Máximo no respondió. Cayó desplomado en el sillón más cercano, como si su cuerpo no pudiera soportar el peso de la noticia. Sus hombros temblaban, y su rostro, normalmente severo, estaba pálido y cubierto de un sudor frío.—¡Dylan! ¡No, mi Dylan! —gritó de pronto, llevando las manos al rostro mientras un sollozo de
Al amanecerEl aroma salado del mar impregnaba el aire fresco de la mañana mientras Dylan observaba a Marella desde la distancia. Ella estaba inclinada sobre una olla, ayudando a la anciana a preparar el almuerzo, sus movimientos meticulosos y concentrados, como si cada pequeña acción la anclara a la realidad después de tanto caos. Dylan no pudo evitar sentir un nudo en el pecho. Esa mujer había enfrentado todo con una fortaleza que él apenas podía comprender.Con un suspiro, se giró hacia Pedro, el anciano que había accedido a ayudarlo.—Venga conmigo —le dijo Pedro con una sonrisa amistosa—. Vamos a ver si alguien tiene un barco o lancha disponible. Somos un pueblo pequeño, ¿sabe? Aquí nadie quiere irse. Es un lugar pacífico, incluso si estamos lejos del mundo. Dylan asintió, tratando de captar el significado detrás de esas palabras.—Debe ser especial —respondió, mirando a su alrededor el paisaje sereno—. Porque, a pesar de estar aislados, no parece necesitar de nada.Después de ca
—¡Todos piensan que han muerto! —exclamó Agustín, su rostro reflejaba el horror de la noticia.Marella y Dylan intercambiaron miradas, sus expresiones cargadas de asombro y desconcierto. La posibilidad de que los dieran por muertos no había cruzado por sus mentes.—¡Debemos avisarles! —insistió Marella con urgencia, poniéndose de pie de inmediato. Pero Dylan levantó una mano, deteniéndola. Una idea comenzaba a formarse en su mente.—Espera... —dijo, sus ojos mostrando una mezcla de cálculo y preocupación—. No les digas nada todavía, Agustín. Hay algo que necesitamos hacer primero.Agustín frunció el ceño, visiblemente incómodo con la decisión, pero después de unos momentos de duda, asintió con un suspiro resignado.—Confío en ustedes, pero esto... no me parece correcto —murmuró, su voz cargada de preocupación.Antes de partir, Marella y Dylan se despidieron de los ancianos que los habían salvado. Franco, conmovido, les ofreció una recompensa monetaria, pero ellos la rechazaron humild
Eduardo y Santiago irrumpieron en el salón, pero fue el abuelo quien, al ver el escenario que se desplegaba ante él, se detuvo, con el rostro endurecido por el dolor y la incredulidad. Su voz resonó, rota pero cargada de autoridad: —¿Qué es esto, Santiago? ¿Planeas un funeral cuando la muerte de mi hijo ni siquiera ha sido confirmada? ¡No hay un cuerpo!Santiago intentó replicar, pero las palabras no salieron. Yolanda, en cambio, se adelantó con falsa serenidad.—Lo hemos hecho por generosidad, Miranda. Creemos que tener un funeral simbólico ahora será más fácil para cuando lleguen... los restos de tu hijo y tu nuera. Es un gesto para ayudarte a sobrellevar el dolor. ¿Por qué no valoras el esfuerzo?Miranda no respondió con palabras. Su cuerpo tembló de ira contenida mientras se acercaba a Yolanda. La observó con una mezcla de desprecio y rabia pura, y, sin previo aviso, abofeteó su rostro con fuerza. El impacto resonó en el salón como un trueno.Los invitados quedaron petrificados, y
El silencio que invadió el salón era ensordecedor. Los invitados permanecían inmóviles, sus expresiones un reflejo de pura incredulidad. Algunas manos cubrían bocas abiertas de asombro, mientras otras sostenían copas temblorosas. Nadie podía creer lo que sus ojos presenciaban.Dylan, el hombre cuya vida lloraban, estaba ahí, vivo, erguido frente a todos, desafiando la lógica de sus lamentos.Con una confianza serena, Dylan subió al podio.Eduardo, que aún permanecía en el estrado, dio un paso hacia atrás, como si hubiera visto a un espectro. Su rostro, pálido como el mármol, parecía incapaz de procesar lo que ocurría.—Damas y caballeros, agradezco su presencia esta noche —dijo Dylan, su tono rebosante de sarcasmo—. Pero me temo que este funeral ha sido un error. No estoy muerto, y les agradeceré que se retiren.Los murmullos se extendieron como fuego entre los asistentes.Al principio, nadie se movió, demasiado perplejos para actuar. Pero lentamente, las personas comenzaron a levantar
El aire era espeso en la habitación, tan cargado de tensión que casi podía cortarse con un cuchillo. Las miradas entrecruzadas eran feroces, llenas de preguntas y acusaciones no verbalizadas.Santiago se levantó de golpe, los ojos enrojecidos por la rabia y la impotencia.—¡¿Dónde está ese hombre, Dylan?! Yo mismo le haré hablar —rugió, mirando a Eduardo con una mezcla de desconfianza y furia contenida.Yolanda sintió que el mundo se le venía encima. Un sudor frío recorrió su espalda, y el miedo la invadió como nunca. «Si ese hombre abre la boca… estoy acabada», pensó mientras apretaba las manos para detener el temblor que la delataba.Sin más preámbulos, los hombres se dirigieron al sótano donde el prisionero estaba retenido. Yolanda los siguió de cerca, sus piernas apenas soportaban el peso de su culpa, pero sabía que quedarse atrás sería aún más sospechoso. Glinda, en cambio, permaneció en el salón, acariciando nerviosamente su vientre. Sus ojos pronto se clavaron en Marella, llen
Cuando llegaron al departamento, Eduardo caminaba como un torbellino de furia contenida. Máximo, ajeno a la tensión, se retiró a su habitación, pero Eduardo detuvo en seco a Yolanda. Su mirada ardía con un fuego que la hizo retroceder.—¿Fuiste tú, madre? —exigió, con la voz temblorosa de indignación—. ¡Dime la verdad! ¿Intentaste matar a Dylan y Marella?Yolanda lo miró desconcertada, su rostro pálido y sin palabras. Por un instante, pareció buscar algo que decir, una defensa, una excusa.—¡Claro que no! —respondió finalmente, aunque su tono carecía de la fuerza necesaria para convencerlo.Eduardo dejó escapar una risa amarga, más un gruñido que una muestra de humor.—¡No mientas! —exclamó—. Madre, una cosa es que odie a Dylan, ¡pero de ahí a matarlo! Eso es… eso es monstruoso. Y ni siquiera mencionemos a Marella. Jamás me atrevería a hacerle daño.La mención de Marella encendió algo en Yolanda, una mezcla de rabia y desesperación.—¿Por qué no? —replicó, con una voz afilada, como una