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Cuando llegaron al departamento, Eduardo caminaba como un torbellino de furia contenida. Máximo, ajeno a la tensión, se retiró a su habitación, pero Eduardo detuvo en seco a Yolanda. Su mirada ardía con un fuego que la hizo retroceder.—¿Fuiste tú, madre? —exigió, con la voz temblorosa de indignación—. ¡Dime la verdad! ¿Intentaste matar a Dylan y Marella?Yolanda lo miró desconcertada, su rostro pálido y sin palabras. Por un instante, pareció buscar algo que decir, una defensa, una excusa.—¡Claro que no! —respondió finalmente, aunque su tono carecía de la fuerza necesaria para convencerlo.Eduardo dejó escapar una risa amarga, más un gruñido que una muestra de humor.—¡No mientas! —exclamó—. Madre, una cosa es que odie a Dylan, ¡pero de ahí a matarlo! Eso es… eso es monstruoso. Y ni siquiera mencionemos a Marella. Jamás me atrevería a hacerle daño.La mención de Marella encendió algo en Yolanda, una mezcla de rabia y desesperación.—¿Por qué no? —replicó, con una voz afilada, como una
Ella sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies. Trató de decir algo, pero las palabras se atoraron en su garganta. Tragó saliva con dificultad, luchando por encontrar una excusa, una mentira que pudiera salvarla.—¡Respóndeme! —insistió su esposo, su voz subiendo de volumen. Dio un paso hacia ella, y Yolanda retrocedió instintivamente.—¡Yo no…! —empezó, pero su voz se quebró. Se cubrió el rostro con las manos, intentando ocultar las lágrimas que comenzaron a caer. Sabía que cualquier palabra que dijera podía ser su condena.Su esposo la miró con una mezcla de incredulidad y desprecio.—Siempre supe que eras capaz de cosas terribles, pero esto… Esto no lo puedo perdonar. Si Dylan hubiera muerto… —Se detuvo, como si la sola idea fuera demasiado para soportarla—. ¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar, Yolanda? ¿Qué más has hecho?Ella levantó la vista, sus ojos llenos de súplica.—Lo hice por ti. Todo lo que hago, lo hago por esta familia.—¿Por esta familia? —repitió él, soltando
Eduardo sentía cómo la rabia lo consumía. Cada vez que su mirada caía sobre Marella, de pie junto a Dylan, rodeada de un ambiente de felicidad, sentía como si un hierro candente perforara su pecho. Con el ceño fruncido y el corazón en llamas, se alejó del grupo.Tomó una copa de whisky de la mesa más cercana y comenzó a beber, casi vaciándola de un trago. El líquido quemaba su garganta, pero la amargura en su interior lo superaba.Glinda se acercó a él, con una expresión de preocupación evidente.—Eduardo, por favor, basta con el alcohol. Estás llamando la atención. —Su voz era suave, casi temerosa.—¡Cállate! —rugió Eduardo, girándose hacia ella. Su grito resonó por el salón, haciendo que varias cabezas se volvieran en su dirección. Glinda retrocedió, encogiéndose como si su figura hubiera perdido todo su valor frente a él. Eduardo no se detuvo a reparar en las miradas ajenas, ni en las lágrimas que brillaban en los ojos de su pareja. La mujer, derrotada, se dio la vuelta y salió del
Dylan colgó la llamada, pero su mano temblaba ligeramente al hacerlo.Una sonrisa nerviosa se dibujó en su rostro, forzada, como si intentara convencerse a sí mismo de que todo estaba bajo control.Marella lo abrazó por detrás, apoyando la cabeza en su hombro, percibiendo esa leve tensión en su cuerpo.—¿Qué pasa? —preguntó con suavidad, sus ojos buscando los de él.Dylan respiró hondo, apartando el teléfono. Miró, a su alrededor, el eco de la velada seguía retumbando, el ruido de los invitados apenas perceptible detrás de la puerta cerrada. Suspiró.—No estoy tan feliz como quisiera —dijo al fin, girándose hacia ella con una expresión grave—. Eduardo y Glinda... arruinan todo.Marella lo miró sorprendida por la franqueza en su voz. Antes de que pudiera responder, Dylan tomó su mano con decisión.—Entonces vámonos ya.—¿Irnos? ¿Así, sin más? —susurró Marella, confundida, aunque había algo en sus ojos que delataba un atisbo de alivio.Dylan asintió con firmeza. No necesitaba nada más es
Dylan no soportó verla tan rota. Se acercó a ella rápidamente, la tomó por los hombros y la giró hacia él.—¡Mírame, Marella! —exclamó con intensidad, sus ojos fijos en los de ella—. Nada ni nadie nos va a separar. Tú eres mi familia, tú eres mi hogar. Nada de esto cambia eso.—Pero… —intentó protestar.Él no la dejó continuar. Acercó sus labios a los de ella, sellando sus dudas con un beso cargado de amor y desesperación.—Si es mi hijo, lo reconoceré. No seré como mi padre, no cometeré los mismos errores. Pero eso no cambiará lo que siento por ti —dijo con firmeza, acariciando su rostro—. Tú eres mi todo, Marella. Nada, ni siquiera esto, nos separará.Marella se derrumbó en sus brazos, sollozando.Pero en medio de su dolor, también sintió algo más: una chispa de esperanza. Lo abrazó con fuerza, prometiéndose qué juntos enfrentarían lo que viniera.—Si ese niño es tuyo, yo lo aceptaré —dijo finalmente, levantando la vista para mirarlo—. No puedo ser su madre, pero prometo amarlo como
Yolanda y Eduardo permanecieron inmóviles, la presencia de Glinda irradiaba una mezcla de furia y vulnerabilidad.Pero Eduardo fue el primero en reaccionar, recuperando su habitual temple frío.—No te metas en esto, Glinda. Ella se adelantó, temblando de rabia.—¿Que no me meta? ¿Así que tienes un hijo bastardo con otra mujer, pero yo debo quedarme callada? ¿Ese es tu gran plan, Eduardo? ¡Humillarme frente a todos! —Su voz resonó como una bofetada.Antes de que Eduardo pudiera responder, Yolanda alzó la mano y abofeteó a Glinda con tal fuerza que el eco del golpe pareció detener el tiempo en la habitación.—¡No te entrometas en lo que no te incumbe! —gritó Yolanda, su rostro, una máscara de desprecio—. Tu única tarea es parir a un hijo sano para la familia Aragón, ¡nada más!Glinda, con lágrimas desbordándose de sus ojos, miró desesperada hacia Eduardo, buscando en su mirada algún vestigio de apoyo.—¿Eduardo? ¿De verdad vas a permitir esto? ¿Vas a dejar que me humillen de esta manera
Cuando Dylan llegó a casa esa noche, las luces del dormitorio eran cálidas y suaves. Allí estaba Marella, profundamente dormida, su rostro sereno como si el mundo fuera un lugar pacífico y seguro.Él la miró durante largos minutos, sintiendo una mezcla de amor y envidia. ¿Cómo podía ella mantenerse tan ajena al caos que carcomía su alma?Con cuidado, Dylan se recostó a su lado, deslizando un brazo alrededor de ella.La abrazó con fuerza, como si al hacerlo pudiera absorber algo de su calma. Apoyó la cabeza en su pecho y cerró los ojos, pero el torbellino de pensamientos no lo dejó descansar.«Marella, no lo puedo creer», pensó, mientras su garganta se cerraba por la rabia contenida.«Eduardo no es mi hermano. Nunca lo fue. ¿Cómo lo confesaré todo? ¿Cómo enfrentaré a mi padre después de descubrir que el hombre al que dedicó la mitad de su vida ni siquiera llevaba su sangre?»Las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro. No intentó detenerlas; necesitaba sentir ese dolor, dejar que
Marella se tensó al escuchar aquellas palabras, su rostro reflejando una mezcla rabia—¿Qué está diciendo? —susurró el abuelo, mirando a Dylan, buscando desesperadamente una negación, una explicación, algo que desmintiera esa acusación.Dylan, aún paralizado, finalmente rompió el silencio.—Esto no es cierto… —dijo, con la voz firme pero enojada. Luego giró hacia Cecilia, sus ojos llenos de una furia contenida—¡¿Qué estás haciendo aquí, Cecilia?!Cecilia alzó el mentón, aunque había un leve temblor en su voz.—Estoy aquí porque este es tu hijo, y debes hacerte responsable. No tengo nada más que decir.Eduardo dio un paso al frente, colocando una mano sobre el hombro de Cecilia, como si fuera su marioneta.—¿Ves, abuelo? Siempre supe que Dylan no era el hombre perfecto que aparentaba ser. Ocultó esto durante años.Santiago se levantó lentamente, golpeando la mesa con ambas manos, su rostro lleno de indignación.—¡Eduardo, basta con tus juegos! —gruñó, aunque sus ojos se movieron hacia