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El silencio que invadió el salón era ensordecedor. Los invitados permanecían inmóviles, sus expresiones un reflejo de pura incredulidad. Algunas manos cubrían bocas abiertas de asombro, mientras otras sostenían copas temblorosas. Nadie podía creer lo que sus ojos presenciaban.Dylan, el hombre cuya vida lloraban, estaba ahí, vivo, erguido frente a todos, desafiando la lógica de sus lamentos.Con una confianza serena, Dylan subió al podio.Eduardo, que aún permanecía en el estrado, dio un paso hacia atrás, como si hubiera visto a un espectro. Su rostro, pálido como el mármol, parecía incapaz de procesar lo que ocurría.—Damas y caballeros, agradezco su presencia esta noche —dijo Dylan, su tono rebosante de sarcasmo—. Pero me temo que este funeral ha sido un error. No estoy muerto, y les agradeceré que se retiren.Los murmullos se extendieron como fuego entre los asistentes.Al principio, nadie se movió, demasiado perplejos para actuar. Pero lentamente, las personas comenzaron a levantar
El aire era espeso en la habitación, tan cargado de tensión que casi podía cortarse con un cuchillo. Las miradas entrecruzadas eran feroces, llenas de preguntas y acusaciones no verbalizadas.Santiago se levantó de golpe, los ojos enrojecidos por la rabia y la impotencia.—¡¿Dónde está ese hombre, Dylan?! Yo mismo le haré hablar —rugió, mirando a Eduardo con una mezcla de desconfianza y furia contenida.Yolanda sintió que el mundo se le venía encima. Un sudor frío recorrió su espalda, y el miedo la invadió como nunca. «Si ese hombre abre la boca… estoy acabada», pensó mientras apretaba las manos para detener el temblor que la delataba.Sin más preámbulos, los hombres se dirigieron al sótano donde el prisionero estaba retenido. Yolanda los siguió de cerca, sus piernas apenas soportaban el peso de su culpa, pero sabía que quedarse atrás sería aún más sospechoso. Glinda, en cambio, permaneció en el salón, acariciando nerviosamente su vientre. Sus ojos pronto se clavaron en Marella, llen
Cuando llegaron al departamento, Eduardo caminaba como un torbellino de furia contenida. Máximo, ajeno a la tensión, se retiró a su habitación, pero Eduardo detuvo en seco a Yolanda. Su mirada ardía con un fuego que la hizo retroceder.—¿Fuiste tú, madre? —exigió, con la voz temblorosa de indignación—. ¡Dime la verdad! ¿Intentaste matar a Dylan y Marella?Yolanda lo miró desconcertada, su rostro pálido y sin palabras. Por un instante, pareció buscar algo que decir, una defensa, una excusa.—¡Claro que no! —respondió finalmente, aunque su tono carecía de la fuerza necesaria para convencerlo.Eduardo dejó escapar una risa amarga, más un gruñido que una muestra de humor.—¡No mientas! —exclamó—. Madre, una cosa es que odie a Dylan, ¡pero de ahí a matarlo! Eso es… eso es monstruoso. Y ni siquiera mencionemos a Marella. Jamás me atrevería a hacerle daño.La mención de Marella encendió algo en Yolanda, una mezcla de rabia y desesperación.—¿Por qué no? —replicó, con una voz afilada, como una
Ella sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies. Trató de decir algo, pero las palabras se atoraron en su garganta. Tragó saliva con dificultad, luchando por encontrar una excusa, una mentira que pudiera salvarla.—¡Respóndeme! —insistió su esposo, su voz subiendo de volumen. Dio un paso hacia ella, y Yolanda retrocedió instintivamente.—¡Yo no…! —empezó, pero su voz se quebró. Se cubrió el rostro con las manos, intentando ocultar las lágrimas que comenzaron a caer. Sabía que cualquier palabra que dijera podía ser su condena.Su esposo la miró con una mezcla de incredulidad y desprecio.—Siempre supe que eras capaz de cosas terribles, pero esto… Esto no lo puedo perdonar. Si Dylan hubiera muerto… —Se detuvo, como si la sola idea fuera demasiado para soportarla—. ¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar, Yolanda? ¿Qué más has hecho?Ella levantó la vista, sus ojos llenos de súplica.—Lo hice por ti. Todo lo que hago, lo hago por esta familia.—¿Por esta familia? —repitió él, soltando
Eduardo sentía cómo la rabia lo consumía. Cada vez que su mirada caía sobre Marella, de pie junto a Dylan, rodeada de un ambiente de felicidad, sentía como si un hierro candente perforara su pecho. Con el ceño fruncido y el corazón en llamas, se alejó del grupo.Tomó una copa de whisky de la mesa más cercana y comenzó a beber, casi vaciándola de un trago. El líquido quemaba su garganta, pero la amargura en su interior lo superaba.Glinda se acercó a él, con una expresión de preocupación evidente.—Eduardo, por favor, basta con el alcohol. Estás llamando la atención. —Su voz era suave, casi temerosa.—¡Cállate! —rugió Eduardo, girándose hacia ella. Su grito resonó por el salón, haciendo que varias cabezas se volvieran en su dirección. Glinda retrocedió, encogiéndose como si su figura hubiera perdido todo su valor frente a él. Eduardo no se detuvo a reparar en las miradas ajenas, ni en las lágrimas que brillaban en los ojos de su pareja. La mujer, derrotada, se dio la vuelta y salió del
Dylan colgó la llamada, pero su mano temblaba ligeramente al hacerlo.Una sonrisa nerviosa se dibujó en su rostro, forzada, como si intentara convencerse a sí mismo de que todo estaba bajo control.Marella lo abrazó por detrás, apoyando la cabeza en su hombro, percibiendo esa leve tensión en su cuerpo.—¿Qué pasa? —preguntó con suavidad, sus ojos buscando los de él.Dylan respiró hondo, apartando el teléfono. Miró, a su alrededor, el eco de la velada seguía retumbando, el ruido de los invitados apenas perceptible detrás de la puerta cerrada. Suspiró.—No estoy tan feliz como quisiera —dijo al fin, girándose hacia ella con una expresión grave—. Eduardo y Glinda... arruinan todo.Marella lo miró sorprendida por la franqueza en su voz. Antes de que pudiera responder, Dylan tomó su mano con decisión.—Entonces vámonos ya.—¿Irnos? ¿Así, sin más? —susurró Marella, confundida, aunque había algo en sus ojos que delataba un atisbo de alivio.Dylan asintió con firmeza. No necesitaba nada más es
Dylan no soportó verla tan rota. Se acercó a ella rápidamente, la tomó por los hombros y la giró hacia él.—¡Mírame, Marella! —exclamó con intensidad, sus ojos fijos en los de ella—. Nada ni nadie nos va a separar. Tú eres mi familia, tú eres mi hogar. Nada de esto cambia eso.—Pero… —intentó protestar.Él no la dejó continuar. Acercó sus labios a los de ella, sellando sus dudas con un beso cargado de amor y desesperación.—Si es mi hijo, lo reconoceré. No seré como mi padre, no cometeré los mismos errores. Pero eso no cambiará lo que siento por ti —dijo con firmeza, acariciando su rostro—. Tú eres mi todo, Marella. Nada, ni siquiera esto, nos separará.Marella se derrumbó en sus brazos, sollozando.Pero en medio de su dolor, también sintió algo más: una chispa de esperanza. Lo abrazó con fuerza, prometiéndose qué juntos enfrentarían lo que viniera.—Si ese niño es tuyo, yo lo aceptaré —dijo finalmente, levantando la vista para mirarlo—. No puedo ser su madre, pero prometo amarlo como
Yolanda y Eduardo permanecieron inmóviles, la presencia de Glinda irradiaba una mezcla de furia y vulnerabilidad.Pero Eduardo fue el primero en reaccionar, recuperando su habitual temple frío.—No te metas en esto, Glinda. Ella se adelantó, temblando de rabia.—¿Que no me meta? ¿Así que tienes un hijo bastardo con otra mujer, pero yo debo quedarme callada? ¿Ese es tu gran plan, Eduardo? ¡Humillarme frente a todos! —Su voz resonó como una bofetada.Antes de que Eduardo pudiera responder, Yolanda alzó la mano y abofeteó a Glinda con tal fuerza que el eco del golpe pareció detener el tiempo en la habitación.—¡No te entrometas en lo que no te incumbe! —gritó Yolanda, su rostro, una máscara de desprecio—. Tu única tarea es parir a un hijo sano para la familia Aragón, ¡nada más!Glinda, con lágrimas desbordándose de sus ojos, miró desesperada hacia Eduardo, buscando en su mirada algún vestigio de apoyo.—¿Eduardo? ¿De verdad vas a permitir esto? ¿Vas a dejar que me humillen de esta manera