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Al día siguiente, Eduardo estaba en casa, terminando un café mientras vigilaba a Mora, que dormía plácidamente en su cuna.Su mente aún daba vueltas a las palabras de Dylan cuando, inesperadamente, escuchó el sonido de la puerta principal.Al abrir, se encontró cara a cara con su madre, Yolanda, quien entró apresuradamente sin esperar invitación.—¿Qué haces aquí? —preguntó Eduardo con frialdad, cerrando la puerta tras ella.Yolanda no perdió tiempo en rodeos.—¿Te enteraste? Ha nacido el hijo de Dylan y Marella.Eduardo alzó una ceja, cruzando los brazos.—Sí, lo sé. ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?Ella se inclinó hacia él, bajando la voz con un tono conspirativo.—Es sencillo, hijo. Ese niño es la llave para recuperar lo que nos pertenece. Solo necesitamos secuestrarlo, y Dylan hará cualquier cosa para recuperarlo. Incluso devolvernos la fortuna que tan injustamente nos arrebató.Por un momento, Eduardo la miró como si ella hubiera perdido la razón.Dio un paso atrás, con una expre
Máximo se sentó en la fría camilla del hospital, su mirada perdida mientras el doctor terminaba de revisar la herida que nunca parecía sanar. La expresión del médico era seria, casi exasperada.—Ya le he comentado antes, señor Aragón. Su problema de circulación está empeorando, y esa herida no ha cicatrizado en tres meses. Además, su reciente diagnóstico de diabetes lo está complicando aún más. Si no se cuida, podría enfrentar consecuencias graves.Máximo levantó la mirada, con un brillo de incertidumbre en los ojos.—¿Estoy muriendo? —preguntó, su voz cargada de un peso que llevaba acumulando en silencio.El doctor lo miró con firmeza, aunque no sin cierta compasión.—No por ahora, pero si sigue ignorando las recomendaciones, podría terminar lamentándolo.La enfermera entró, interrumpiendo el tenso intercambio. Limpió la herida con cuidado, aunque el escozor hizo que Máximo frunciera el ceño. Después de vendarlo con movimientos meticulosos, le entregó las instrucciones con un tono ama
Eduardo sintió un torbellino de odio, una ira que le quemaba el pecho y lo hacía temblar. Su madre, la mujer que debía haberlo protegido, lo había traicionado de la forma más cruel. Sus ojos se enrojecieron mientras apretaba los puños con tanta fuerza que sus uñas casi atravesaron la piel. La rabia se mezclaba con una profunda tristeza que no podía admitir.Tomó su teléfono, sus dedos temblaban al marcar el número. La voz de Yolanda respondió con una alegría falsa que solo encendió más su furia.—¡Hijo! —exclamó ella, emocionada—. Dime que recapacitaste, cariño. Tengo todo listo, personas dispuestas a ayudarnos a recuperar lo que es nuestro, la fortuna de los Aragón.Eduardo sintió náuseas al escuchar su tono manipulador.—Sí —respondió con frialdad contenida—. Dime, ¿dónde te veo?Ella, sin captar el veneno en sus palabras, le dio una dirección. Eduardo colgó sin decir más, pero su mirada estaba perdida. La furia crepitaba en su interior como una tormenta eléctrica.***Mientras tanto
La noche había caído, envolviendo la mansión en un silencio inquietante que apenas lograba cubrir la tensión que se sentía en el aire. Glinda llegó poco antes del anochecer, caminando con un porte cínico que rayaba en la insolencia. Sus pensamientos se enredaban en una mezcla de desprecio y ambición. Mientras se miraba en el reflejo de una ventana, una sonrisa amarga se dibujó en sus labios.«Si ese hombre con el que estuve hoy me llama y me vuelve su amante, ya no me importará abandonar a Eduardo. Al final, él no es más que un bastardo, y Mora... Mora puede quedarse con él. Merece criar a una bastarda como él», pensó, y su risa seca resonó en el pasillo vacío.En su andar despreocupado, se cruzó con Máximo, quien estaba cargado de bolsas con pañales y leche en polvo para Mora. Su mirada severa se clavó en ella.—¡¿Dónde demonios estabas, Glinda?! —le espetó con una furia apenas contenida—. ¡La niña te necesita! Es tu hija, por el amor de Dios.Glinda rodó los ojos, su desdén tan evide
Eduardo permanecía inmóvil, observando el cuerpo en el suelo, la figura de Glinda enredada en un charco de sangre que parecía expandirse como un testimonio silencioso de tragedia.Sus manos temblaron al llevarse los dedos al rostro, intentando cubrirse los ojos, pero no podía apartar la vista.Sus piernas vacilaron, y un escalofrío intenso recorrió su cuerpo, erizando cada fibra de su ser.De repente, sus pupilas dilatadas revelaron un terror visceral, y un llanto silencioso brotó de lo más profundo de su alma.Retrocedió torpemente hacia el interior del departamento, alejándose del balcón como si el suelo pudiera devorarlo en cualquier momento.Un espantoso remolino de risas resonó en su mente, atormentándolo.—¡Callen! —susurró primero, luego gritó con desesperación—. ¡Callen, malditos!El llanto de la pequeña Mora perforó el aire, un grito desgarrador que parecía estar en sintonía con el caos que lo rodeaba.Eduardo se dirigió hacia la habitación, sus pasos eran inseguros y su respi
Eduardo llegó a la mansión Aragón, deteniéndose un momento mientras sus pulmones se esforzaban por contener el aliento que parecía escapársele.Su corazón latía frenéticamente, cada palpitar cargado de rabia, celos y un abrumador sentimiento de derrota. Miró hacia la imponente mansión, la fachada iluminada que proyectaba un aire de estabilidad y felicidad... algo que sentía perdido para siempre.Sus pensamientos se centraron en Marella. Imaginó su rostro, sereno, y su risa mientras estaba junto a Dylan.Esa imagen lo quemaba por dentro como un hierro al rojo vivo. Era su peor pesadilla hecha realidad: ver cómo ella había encontrado paz lejos de él.De pronto, sus ojos captaron movimiento. Un auto estaba saliendo por el portón principal, su marcha lenta e impecable. Eduardo entrecerró los ojos y reconoció las figuras en el interior: Dylan y Marella, juntos. Su pecho se contrajo con un dolor punzante. Era como si una soga invisible lo estuviera asfixiando.Sin pensarlo dos veces, Eduar
Marella abrió los ojos, su respiración agitada mezclándose con el eco del disparo que aún resonaba en su mente.La pistola cayó al suelo con un sonido metálico, y un estremecimiento recorrió el lugar.Era un milagro: Eduardo estaba ileso, y Máximo había logrado desviar el disparo hacia el cielo en el último instante.Pero el aire se sentía cargado, como si la tragedia solo hubiese cambiado de forma.Máximo miró a Eduardo, sus ojos cargados de un dolor indescriptible.Ambos estaban rotos, pero de maneras distintas, profundas, irreparables.—¿Por qué lo hiciste, hijo? —susurró Máximo, su voz quebrada.Eduardo alzó la mirada, con una furia que parecía teñida de vergüenza y desesperación.—¡No es mi hija! Mora no es mi hija, ¡me mintieron, padre! —gritó, su voz estaba desgarrada por la frustración—. Me mintieron, como te mintieron a ti. ¡Glinda debía pagar!Máximo dejó que sus lágrimas cayeran sin resistencia.Dylan, a un lado, observaba la escena, incapaz de procesar lo que veía.Eduardo,
Dylan y el médico lograron convencer a Máximo de que debía descansar. Su nivel de glucosa estaba peligrosamente elevado, y el doctor, con un tono grave, sugirió que internarlo sería lo mejor. Explicó los riesgos con detalle, mencionando incluso la posibilidad de una coma diabético. Las palabras golpearon a Dylan como un mazazo. Aunque solía afirmar que Máximo no le importaba, un nudo de angustia se formó en su pecho al imaginarlo tan frágil.Esa sensación lo llevó a tomar el teléfono, reuniendo el valor necesario para llamar a Franco y pedir su ayuda, algo que no hacía con frecuencia.Cuando Franco llegó, su rostro serio reflejaba el peso de la situación. Sin embargo, antes de salir hacia la estación de policía, decidió buscar a Marella. La encontró en su habitación, con su hijo en brazos, alimentándolo con paciencia. A su lado, Mora dormía profundamente, su pequeña figura acurrucada como un ángel.Al verlos, algo dentro de Franco pareció calmarse. Se acercó a Marella con pasos medidos