Emma UzcáteguiEl sol está bajo, proyectando un cálido resplandor dorado sobre la playa, mientras veo a Gabriel caminando hacia la orilla con el cubo en la mano y un brillo decidido en los ojos.Las risitas de Sandra son, como música, una banda sonora para este momento perfecto, mientras lo espera con una expresión de adoración.—Ahora, señoras y niñas, prepárense para presenciar la construcción del castillo de arena más grande que esta playa haya visto jamás —declara Gabriel, remangándose la camisa como si estuviera a punto de negociar una fusión empresarial en lugar de amontonar arena mojada.—¡¿Llamamos al Libro Guinness de los Récords o avisamos a la prensa local?! —exclamo, sin poder evitar la carcajada que me produce su exagerada seriedad.—Muy gracioso, Emma —replica, pero en sus labios se dibuja una sonrisa. —Espera y verás, te vas a sorprender porque nuestra creación será una maravilla.—Por supuesto —coincido, asintiendo sabiamente. —Espero que el foso tenga agua de verdad y
Emma UzcáteguiCasi tropiezo con mis propios pies cuando Gabriel me empuja para que me detenga. El resplandor de la luna proyecta una luz etérea sobre la arena, creando un paisaje de ensueño que parece demasiado perfecto para ser real. Allí, acurrucada en un rincón acogedor entre dos dunas, hay una manta extendida con una serie de pequeños platos, mis favoritos, dispuestos como tesoros esperando a ser descubiertos.—Gabriel —empiezo, con una carcajada que amenaza con brotar. —¿Has hecho tú todo esto? ¿En qué momento?—Culpable de los cargos —confiesa, con sus ojos azules brillando bajo el cielo nocturno como si hubieran aprovechado parte del brillo propio de las estrellas. —Mientras bañabas a Sandra, pensé que nos vendría bien un poco de indulgencia.—Indulgencia —repito, acomodándome en la manta a su lado, cuya suavidad contrasta con la rudeza del día a nuestras espaldas. Estamos solos aquí, con la única compañía del ritmo de las olas, y parece como si fuéramos las dos últimas pers
Emma Uzcátegui—¿Estás segura, mi amor? No quiero que te canses, ice Gabriel con el ceño fruncido, pasando las llaves del coche de una mano a la otra—, yo puedo buscar el árbol y los adornos con Sandra. Sus ojos, esos profundos pozos azules que parecen contener historias jamás contadas, me miran dudosos antes de abrir la puerta del solar.—¡Estás loco si crees que me perderé este momento! Así que me llevas, que prometo aguantar todo el ajetreo con tal de compartir estos momentos en familia.Así que salimos los tres de la casa. Nuestro primer destino es encontrar el árbol. Al llegar, salgo del coche arrastrando los pies, con mi barriga de embarazada a la cabeza. Nuestra hija, ha estado rebotando por las paredes como una bola de pinball en anticipación. No puedo evitar reírme de su energía desbordante. —Más despacio, cariño —le digo mientras corre entre las hileras de árboles, cada uno esperando a ser la pieza central de los recuerdos navideños de alguien.Horas después, con las bo
Emma UzcáteguiCon la estrella asegurada y Sandra de vuelta en tierra firme, vuelvo mi atención al pesebre que espera pacientemente en la repisa de la chimenea. Los pasos pesados de Gabriel se acercan detrás de mí, su presencia es un calor reconfortante a mi espalda.—¿Necesitas ayuda con eso, cariño? —Siempre está pendiente de mí, incluso cuando sólo estoy colocando figuras de porcelana en una estantería.—Yo me encargo —le aseguro, aunque no me importa el ofrecimiento. Su preocupación es parte de lo que nos hace funcionar, su fuerza equilibra mi independencia, a veces demasiado entusiasta.María, José, los Reyes Magos, más alejados... todos encuentran su lugar bajo mi atenta mirada. La última pieza es el Niño Jesús, la cual no coloco aún hasta la noche de Navidad.—Tiene muy buena pinta, cariño.El brazo de Gabriel me rodea la cintura y me sostiene mientras doy un paso atrás para admirar nuestro trabajo.—Gracias. Vuelvo a apoyar la cabeza en su pecho, sintiendo las vibraciones d
Gabriel Uzcátegui.Todo pasó tan rápido que apenas podía procesarlo. Alcé a Emma en brazos mientras Sandra nos seguía, aferrando la mano de su mamá con una mezcla de curiosidad y miedo. Emma jadeaba de dolor, pero me dedicó una mirada de confianza que me ancló en el momento. Mi mente era un torbellino, pero sabía que debía mantener la calma.—¿Papá? ¿Está bien mi mamá?—preguntó Sandra, con los ojos enormes y llenos de incertidumbre.Después de subir a Emma en el coche, y antes de ayudarla a ella también a subir, me agaché a su altura.—Todo está bien, mi amor. Tu mami no se orinó, es solo que tu hermanito está en camino. Vamos a llevar a tu mamá al hospital para que los doctores nos ayuden a sacar al bebé.Mi voz era firme, tranquilizadora, aunque por dentro estaba nervioso. —Papá, ¿mi hermanito será un regalo para Navidad que nos trae el Niño Jesús?—Sí, mi amor, es nuestro regalo para Navidad.Sandra asintió, absorbiendo mis palabras con una seriedad que me conmovió. Ella subió al
Gabriel Uzcátegui.La sala de partos era un caos ordenado. Un oxímoron, sí, pero no había mejor forma de describir el flujo constante de enfermeras moviéndose con propósito mientras Emma permanecía en la cama. Yo, en cambio, me sentía como un intruso con bata. Estaba ahí no solo porque quisiera acompañarla, sino porque también Emma quería que estuviera, pero una pequeña voz en mi cabeza seguía susurrándome que quizá debería estar esperando fuera como los esposos en las películas antiguas.Emma me miró desde la cama, sus ojos chispeando con una mezcla de determinación y dolor.—No me sueltes la mano— ordenó.—No se me ocurriría —respondí, apretando su mano con suavidad mientras intentaba no pensar en cómo la estaba aplastando cada vez que le venía una contracción¿Es posible perder la circulación en los dedos de forma permanente? Quizás debería buscarlo después en internet.El médico entró con una sonrisa profesional que no combinaba con la intensidad del momento.—Todo está progresan
Gabriel Uzcátegui.La felicidad de llevar a Emma y a nuestro pequeño Sandro Gabriel a casa fue efímera. No porque no estuviera emocionado, sino porque la realidad de lidiar con un recién nacido golpeó con la fuerza de un huracán. Sandro comía cada dos horas, sin importarle la hora del día, si no habíamos dormido en las últimas veinticuatro horas. Veía a Emma, intentaba mantenerse firme, pero estaba agotada. Las primeras dos semanas fueron un torbellino de llantos, no solo del bebé, sino también de ella. Su madre, que había estado con nosotros los primeros días, tuvo que marcharse, y con su partida, Emma quedó enfrentando sola el peso de la maternidad reciente.Una noche, después de ver a Emma llorar por no poder calmar al bebé, me di cuenta de que algo tenía que cambiar. La amaba demasiado para verla desmoronarse de esa manera.Así que decidí tomar el control de las noches. Sin decirle nada, empecé a levantarme cada dos horas para alimentar a Sandro y calmarlo. Hacía que pareciera
Gabriel Uzcátegui.El sonido del timbre rompió la tranquilidad de nuestra mañana. Me quedé congelado por un momento, deseando que el timbre no despertara a Sandro, a quien acababa de dormir y lo hacía pacíficamente. Emma, que estaba en la cocina preparando el desayuno, levantó la cabeza con curiosidad.—¿Esperas a alguien? —preguntó.Negué con la cabeza, dejando la taza de café a medio beber. Caminé hacia la puerta, mis pasos acompasados por la incertidumbre. No esperaba visitas y, sinceramente, tampoco las quería.Cuando abrí, el aire helado me golpeó antes de que pudiera procesar lo que estaba viendo. Allí, de pie en el umbral, estaban Reina y Gregorio, mis padres. Mi primer instinto fue cerrar la puerta. El resentimiento se alzó como una barrera, por lo ocurrido meses atrás. Intenté cerrar la puerta, pero Reina extendió la mano, deteniendo la puerta antes de que pudiera cerrarla.—Gabriel, por favor…—dijo con una voz que no había escuchado antes, suave, casi suplicante.—No creo