Capitulo 3

MILENA.

Al llegar a la plaza, caminé sin rumbo fijo, observando el hermoso lugar de tres pisos. Todo estaba impecablemente ordenado, con personas yendo de un lado a otro, muchas de ellos universitarios con mochilas al hombro y libros en mano. El aroma de la comida se mezclaba con el dulce olor de los postres, provocándome una sonrisa y un repentino antojo.

Mis pasos me llevaron hasta una vitrina donde había visto un anuncio. Tras el cristal, una joven de apariencia encantadora atendía a los clientes con rapidez. Apenas me vio, me dedicó una mirada cansada, pero amable. Quería preguntarle por el anuncio pero me dio pesar, interrumpirla.

Me quedé de pie, moviendo los pies de un lado a otro con impaciencia. El lugar estaba abarrotado, y la joven comenzaba a mostrar signos de desesperación.

—¿Puedo ayudarte? —le pregunté.

Ella me miró por un instante, dudando, pero luego asintió con un suspiro de alivio.

—Por favor.

Sin dudarlo, entré tras el mostrador, dejé mi bolso a un lado, lavé mis manos y comencé a ayudar. Llené vasos descartables con bebidas frías, colocando hielo de la máquina de Coca-Cola. Luego, me encargué de envolver pastelillos mientras la chica, ahora más relajada, me alcanzaba un gorro de trabajo.

—Soy Cris —dijo de repente, sonriendo levemente.

No supe cuánto tiempo pasó, pero cuando finalmente pude tomar un respiro, ella se dejó caer en una silla con un suspiro de alivio.

—Gracias. De verdad, gracias —dijo con sinceridad.

Recordé el anuncio y no pude evitar preguntar:

—¿Entonces, sigue siendo válido?

Ella asintió.

—Sí, estoy buscando un ayudante. Este cafetín… bueno, pensé que no funcionaría, pero aquí estoy. Apenas llevo quince días, y las ventas han sido mejores de lo que imaginé. Yo preparo los pastelillos, las tortas, pero a la hora de atender a los clientes que piden café, batidos, gaseosas… todo se complica aquí sola.

—Estoy buscando trabajo —comenté—. Aunque estudio los sábados, estoy en una maestría para ser maestra de niños.

—¿De lunes a viernes estás disponible?

—Sí.

Cris sonrió, pero luego adoptó un tono más serio.

—Las ventas son buenas, pero el pago… aún tengo que cubrir el alquiler, los permisos de la alcaldía y otros gastos. Puedo ofrecerte 250 córdobas al día, de 10 de la mañana a 4 de la tarde.

No era mucho, pero en ese momento, cualquier ingreso me venía bien.

—Me parece perfecto.

—Si encuentras algo mejor, no te preocupes —agregó ella—. Mientras tanto, si quieres, podemos intentarlo.

—Por supuesto.

Me entregó un delantal y seguimos atendiendo. No me di cuenta de la hora hasta que eran más de la una de la tarde. Cris me ofreció un almuerzo sencillo: unas canelitas de azúcar con queso y un refresco de cacao, ya que casi no me gustaban las gaseosas. Agradecida, lavé mis manos, me quité el gorrito y disfruté del postre.

Las horas pasaron rápido y, antes de darme cuenta, ya eran las cuatro. Cris cerró el cafetín y, tras pagarme 300 córdobas en lugar de los 250 acordados, me sonrió.

—Muchas gracias.

—Peor es nada —respondí, riendo.

—Nos vemos mañana a las 10.

—Claro.

Al despedirme, supe que su nombre real era Natalie. Solo que le gustaba mas llamarse Cris. Ella había decidido emprender con su cafetín y, pese a las dificultades, le estaba yendo bien. Guardé el dinero en mi bolso y seguí caminando por la plaza. Miré otro cartel de empleo, pero decidí que, por ahora, apoyaría a Natalie. Sabía que no podía pagar más, pero lo comprendía.

Justo cuando iba a continuar mi camino, giré y sin darme cuenta choqué contra alguien.

—¡Lo siento! —dije apresuradamente.

El impacto fue lo suficientemente fuerte como para hacerme perder el equilibrio, pero sus manos firmes me sujetaron por la cintura antes de que pudiera caer.

—¿Estás bien? —preguntó una voz masculina.

Levanté la mirada y me encontré con un hombre elegante, de porte distinguido.

—Sí, sí… —murmuré, recogiendo mi bolso y colocándolo sobre mi hombro.

Antes de que pudiera decir algo más, una voz a lo lejos llamó su atención.

—Alejandro, Apúrate, Derek me esta esperando.

—Hasta luego —me dijo con una leve inclinación de cabeza antes de marcharse.

Observé su figura alejarse y solté un suspiro. Sacudí la cabeza y seguí mi camino hasta una farmacia. Saqué el papel con la receta y leí el nombre de la pastilla: "Gavantina de 400".

—No sé cómo mi abuelita puede tomar esto —murmuré, recordando que era una indicación médica y que no había opción. Pero a veces no la dejaba dormir sin embargo era necesario.

Tras comprar el medicamento, subí al metro. Afuera, la oscuridad comenzaba a extenderse sobre la ciudad. Me coloqué los audífonos y observé las luces de los edificios y tiendas pasar rápidamente por la ventana. Cerré los ojos por un instante.

De repente, fuego.

Mucho fuego.

Un calor sofocante me envolvió y un grito desgarrador escapó de mi garganta. Desesperada, traté de moverme, de salir, pero algo me retenía. Me estaba quemando.

Abrí los ojos de golpe, jadeando y con el corazón desbocado. Miré a mi alrededor, tratando de recuperar la calma. Revisé la hora. Apenas había pasado media hora.

Decidí bajarme en el parque. Quizás caminar un poco me ayudaría. Me dirigí a uno de los balancines y me senté, todavía sintiendo la angustia en el pecho.

Otra vez. Otra vez esa pesadilla.

Siempre era lo mismo. Fuego. Dolor. Miedo. Estar atrapada en un auto sin poder escapar.

Cerré los ojos y miré al cielo estrellado, pidiéndole a Dios que esas pesadillas desaparecieran de una vez por todas. No entendía su significado, pero cada vez que lo soñaba, se sentía tan real…

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