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Testarudo esposo, enamórate de mí
Testarudo esposo, enamórate de mí
Por: Madison Scott
Capítulo 1: Una boda no deseada

Delilah estaba asustada.

Miraba el traje de novia con aprehensión, el día que se suponía debía ser el más feliz de su vida para ella era una desgracia.

Dos mujeres que no conocía se habían instalado en su casa por orden de su prometido e insistían en prepararla para una boda que no deseaba.

Años atrás, ella sí habría ido ilusionada al altar, casarse con Maximiliano Verona era el sueño de cualquier mujer.

Su prometido era uno de los hombres más poderosos del país, con una fortuna que muchos envidiaban y proveniente de una familia emparentada con la antigua monarquía Italiana.

Y ella, una mujer sin nada, sin apellido, sin dinero, sin una educación ejemplar, se encontraba a punto de casarse por un golpe de suerte que su padre tuvo unos años atrás.

Delilah no estaría tan aterrada si ese hombre no la hubiera despreciado y mirado como si ella fuera su mayor castigo el día en que la presentaron como su prometida.

También iría con otro ánimo si su hermana estuviera con ella en ese momento y le dijera que todo se iba a arreglar, pero no lo estaba porque no quería presenciar el día en que arruinaba su vida.

Se lo había dejado claro, no la vería ir hacia el altar.

La única persona que estaba allí eran esas dos desconocidas y su padre que se encontraba esperando con una botella de Whisky celebrando su buena suerte.

Él pensaba que ese matrimonio les haría dejar de pasar penalidades, pero ella no estaba tan segura.

Maximiliano Verona no parecía guardar agradecimiento hacia él, si estaba cumpliendo con aquel matrimonio era porque todo había quedado atado hace años, pero su futuro marido había dejado claro lo poco que ella le importaba.

Cuando estuvo lista y vestida con el traje de novia que su futuro esposo había escogido para ella, salieron hacia la iglesia.

Una enorme limusina los esperaba mientras todos los vecinos correteaban a su alrededor.

No era algo muy común ver ese tipo de coches de alta gama en aquel barrio.

Delilah imaginó por unos segundos que sus vecinos decidían robarlo o mínimo llevarse las ruedas para que no pudiera llegar a la boda, pero eso no ocurriría.

Ella era muy querida por sus vecinos, la habían visto crecer y sufrir, ninguno haría nada que pudiera entorpecer su felicidad.

«Si supieran que me siento camino de la guillotina», pensó a la vez que cruzaba el umbral de la puerta de su casa acompañada de su padre.

El vestido le pesaba, el velo tan tupido le impedía ver con claridad y el corsé que le habían puesto para entrar en aquel traje le cortaba la respiración.

Ni esa delicadeza pudo tener Maximiliano, cerciorarse de la talla correcta de su futura esposa habría sido todo un detalle.

—No puedo hacerlo, papá —jadeó casi sin aire, ya no sabía si era el corsé o los nervios que estaban a punto de hacerla gritar.

—Deja de quejarte, tenías que ser tú, eres la mayor y la que más ha sufrido desde la muerte de tu madre. Esto lo hago por ti, vivirás una vida que jamás imaginaste.

Delilah entró a la limusina y su padre se acomodó a su lado.

Intentó rogar de nuevo, agarró las manos de su padre y apartó el velo para que viera su expresión desesperada. Ella prefería quedarse en aquel barrio, junto a él y en la pobreza que casarse con un desconocido.

—Por favor, papá, yo nunca te he pedido nada. Siempre estuve para lo que necesitaste, te ruego que no me obligues a casarme con él. Me hará la vida un infierno, no me quiere y me desprecia.

Su padre negó con la cabeza y por la mirada que le echó sabía que sus palabras caían en saco roto.

—No hay a nadie que te conozca un poco que no haya terminado amándote. —Le acarició la mejilla y la miró como hacía muchos años no lo hacía, con amor—. Al principio será difícil, pero sé que lograrías derretir el corazón hasta del hombre más frío y Maximiliano no será una excepción. Ahora deja de llorar que casi llegamos.

Su padre volvió a cubrirla con el velo y Delilah no pudo obedecerlo.

Las lágrimas continuaban su descenso a través de las mejillas y se perdían en algún punto de la tela.

En cuanto vio el edificio sintió que todo su pequeño mundo se le caía encima.

En algún momento la limusina se había detenido y caminó por inercia hasta la entrada de la iglesia.

Su padre se encontraba a su lado y solo eso la ayudó a no desvanecerse cuando la marcha nupcial comenzó a sonar.

Su pecho subía y bajaba con demasiada rapidez en un intento por obtener el oxígeno que el corsé le negaba.

Pudo atisbar a través del velo la cantidad de invitados que ella no conocía, su futuro esposo se había negado a que nadie más que su padre la acompañara.

Se avergonzaba de ella y de su procedencia.

Pudo ver la figura masculina al final del pasillo, no sabía si la miraba porque no lograba visualizar sus facciones con aquel velo.

Habían pasado diez años desde que la prometieron con él y esa noche fue la única en que lo vio.

Nunca se molestó en regresar a visitarla para conocerla más a fondo, pero sí se encargó de mantenerla vigilada día y noche, porque Delilah desde ese momento era de su propiedad y tenía que asegurarse de que ningún otro hombre la tocara.

—Papá… No puedo —susurró cuando ya casi estaba por llegar junto a su futuro marido, pero su padre ignoró sus palabras.

Maximiliano parecía haber cambiado mucho desde la última vez que lo vio, estaba más alto, más imponente o sería el miedo que sentía que la hacía verlo distinto.

Como un monstruo que iba a acabar con ella porque conforme se acercaron pudo atisbar en su expresión que no estaba nada feliz con aquella boda.

¿Entonces por qué la obligaba? Ella tenía las mismas ganas que él de casarse.

—Cuídala como él habría querido que lo hicieras, cumple la promesa dada, ella es mi vida y tú vives porque yo te salvé —dijo su padre para que Maximiliano lo escuchara.

Su futuro esposo apretó la mandíbula y Delilah sintió el peso del odio traspasando su velo.

Se iba a desmayar, aquello era una pesadilla.

Maximiliano le colocó la mano sobre su brazo y miró al frente.

Delilah hizo lo mismo, pero no pudo evitar volver a mirarlo y, aunque él no podía verle el rostro ni la desesperación que había en él, le dijo:

—Por favor, solo dame una oportunidad, se-seré bue-buena esposa —tartamudeó ya sin poder controlar la fuerza de su llanto.

Él la miró por encima del hombro y le apretó la mano contra su brazo.

Por un momento le pareció ver compasión en su mirada, como si verla tan nerviosa le provocara malestar y eso le doliera, pero solo fueron unos segundos.

Debió imaginarlo porque su respuesta no fue la que esperaba.

—Ni siquiera lo intentes, porque yo dudo que pueda ser un buen esposo para ti.

No pudo contestar porque el sacerdote comenzó a oficiar la boda y desde ese momento Delilah se evadió en su mente.

En algún momento se dieron el sí quiero y se colocaron los anillos, pero para ella todo había pasado como en una película ajena a sí misma.

Cada vez se sentía peor y solo se mantenía en pie por el agarre que ejercía Maximiliano.

—Los declaro marido y mujer —escuchó que decía el sacerdote—. Puede besar a la novia.

Su esposo le alzó el velo y la miró con el ceño fruncido al ver el rostro enrojecido y las lágrimas decorando sus mejillas.

Sin decir una palabra, la soltó y se marchó por el pasillo dejándola sola.

Delilah no pudo soportarlo más, intentó dar un paso para seguirlo, ya estaba casada y su padre no la recibiría de vuelta en su casa.

No lo logró, la vista se le oscureció y antes de que nadie pudiera socorrerla perdió el conocimiento.

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