Tras concluir una jornada de compras en el bullicioso centro comercial, donde Nadir, con la complicidad de Vania, su madre, se entregó al placer de seleccionar regalos para su encantadora prometida, Lianet, quedó hechizado al verla ataviada con un elegante conjunto de pantalones que realzaban su belleza natural. Exhaustos pero satisfechos, el grupo se encaminó hacia un restaurante para saciar su apetito y descansar. El restaurante que eligieron era un refugio de lujo y tranquilidad en el corazón de Berlín. Al entrar, la atmósfera cambiaba drásticamente: el bullicio de la ciudad se desvanecía, dando paso a un oasis de calma. El establecimiento, conocido por su exquisita cocina y su servicio impecable, ostentaba una decoración que fusionaba la elegancia clásica con toques modernos. —¡Vaya, Nadir! ¿Parece que hoy te has propuesto impresionarnos a todos, eh? —exclamó Nina con una sonrisa contagiosa, captando la atención del grupo al deslumbrar con su nuevo conjunto de pantalones a la úl
Raidel se encontraba inmerso en las miradas expectantes de las jóvenes que lo contemplaban, sus ojos brillaban con la chispa de la anticipación. A pesar de su deseo de unirse a la aventura que se avecinaba, una promesa ataba su destino al sur, donde las vastas propiedades de su familia se extendían como un reino terrenal. Había jurado a su padre que conocería a la prometida que le había sido asignada, una promesa que ahora colgaba sobre él como una espada de Damocles. Con un gesto de su mano, pidió paciencia a sus amigas, mientras su voz resonaba con determinación para responder a la llamada de su padre. Éste le pedía que regresara a casa debido a una visita de gran importancia que recibirían, y diciendo que el encuentro con su futura esposa podía posponerse. Con el rostro iluminado por una sonrisa resplandeciente, se giró hacia las jóvenes y con una voz que destilaba entusiasmo, aceptó la invitación a unirse a ellas. La reacción de Nina fue eléctrica, un torrente de alegría que
Sin embargo, antes de que Manuel pudiera dar respuesta, Nadir se adelantó y, con un ímpetu protector, arrebató a Lianet de sus brazos, envolviéndola en un abrazo que pretendía ser un escudo contra el mundo. Su corazón latía desbocado, al unísono con el de Lianet, cuyos oídos aún resonaban con las palabras temerosas de su padre: "No puedo perderte a ti también, no puedo". ¿A quién más había perdido su padre? ¿Acaso se refería a su madre? Lianet se aferró a su prometido, buscando en él la fuerza para no sucumbir ante la sola idea. Era inconcebible pensar que su madre, pilar de amor y devoción para su padre y para ella, pudiera abandonarlos. No, ella jamás se iría sin despedirse. No podía ser verdad. La sola posibilidad era un abismo que amenazaba con engullirla, y solo el firme abrazo de Nadir la mantenía en pie. La mente de Lianet era un torbellino de emociones y preguntas sin respuesta. La mirada angustiada de su padre había encendido una llama de inquietud que no podía apagar. N
La existencia de Rosario del Monte se había tornado insoportablemente áspera tras haberse desplomado de la cúspide de lujos y riquezas que antes despilfarraba sin mesura. De ser una de las damas más distinguidas de la urbe, su declive al más ínfimo nivel social la consumía por dentro como un cáncer. Su progenitor, Ricardo del Monte, tras un largo y tortuoso padecimiento hepático exacerbado por su afición a las bebidas espirituosas, había expirado, sumiendo la finca familiar en la más desoladora ruina.Aislada en su alcoba, Rosario urdía con fervor vengativo el modo de hacer pagar a su exmarido, Manuel Limonta. El eco de su caída resonaba en las paredes desnudas de la habitación que una vez estuvo adornada con los más finos tapices y obras de arte. Ahora, solo quedaban las sombras y el eco de un pasado glorioso que se desvanecía como el último aliento de su difunto padre.La luz del alba se colaba por las rendijas de las persianas desvencijadas, proyectando líneas irregulares sobre el
María Inés, con las manos aún temblando, se levantó lentamente ayudada por el capataz volviendo a marcar un número en el teléfono, su respiración entrecortada luchando por recuperar el ritmo normal. Llamó a su hijo para que fuera por ella, ya no tenía nada más que hacer allí. Mientras en Berlín, Carlos se había quedado observando su teléfono en el piso mientras sin apenas percatarse la lágrimas soldaron por sus mejillas. Cindy, confundida y preocupada, se sentó y rodeó con sus brazos a Carlos, intentando ofrecerle algo de consuelo en medio de la tormenta emocional que lo embargaba. No había palabras que pudieran sanar el dolor de perder a un ser querido, menos aún en circunstancias tan trágicas.—Carlos, mi amor, no estás solo —susurró Cindy, aunque sabía que esas palabras eran como un suspiro en medio de un huracán —¿Qué sucedió para que quedaras en ese estado? La noche se extendía frente a ellos, larga y llena de sombras. Carlos, con la mirada perdida en algún punto indefinido de
Harrison y Hans intercambiaron miradas cómplices, conscientes de que estaban ante un desafío mayúsculo. La respuesta a esa pregunta podría ser la clave para urdir un plan capaz de sortear las defensas del enigmático Limonta y alcanzar sus oscuros objetivos.—Déjame hacer algunas llamadas —ofreció Hans, sacando su teléfono móvil con una agilidad que delataba su experiencia en asuntos de inteligencia clandestina.Mientras Hans se alejaba para hablar en privado, Harrison se acercó a Carlos y bajó la voz a un susurro conspirativo. —Mantén la concentración, Carlos —instó Harrison con una severidad que cortaba el aire—. Lianet es simplemente el medio para presionar a Nadir Figueiro. Necesitamos que él sea nuestro peón para acceder a los diamantes. Y no dudaremos en hacer lo que sea necesario. Hoy, todo está dispuesto para apoderarnos del cargamento que llega al aeropuerto. Josué y su hijo están acompañados por Manuel Limonta; se dirigen a un encuentro con potenciales socios aquí, en Alema
Manuel se erigió lentamente, cada movimiento impregnado de una pesadez insondable. Avanzaba hacia su hija, y con cada paso que daba, el peso de un universo de dolor parecía aplastar sus hombros. En sus manos, sostenía la urna, ese pequeño receptáculo que ahora contenía todo lo que quedaba de su amor más profundo y verdadero. Las lágrimas surcaban sus mejillas con la fuerza de torrentes desbordados, tallando ríos de desconsuelo en su rostro curtido por el tiempo. El silencio que los rodeaba era tan palpable que parecía casi sacrílego romperlo. Los presentes observaban, suspendidos en una incredulidad compartida. Lianet, recogida en los brazos de Nadir, miraba con ojos desorbitados y terroríficos la escena. Su padre, un hombre desmoronándose, extendía la urna hacia ella entre sollozos que sacudían su ser. Ella negaba con la cabeza frenéticamente, rechazando la realidad que se desplegaba ante sus ojos. No podía ser verdad. Era imposible. Su madre, el pilar de su existencia, no podía h
Carlos nunca fue un hijo modelo, especialmente después de enterarse de que no era realmente el hijo del hombre que lo estaba criando y le había dado su apellido, del cual se sentía profundamente orgulloso. Ser el primogénito y heredero universal de Manuel Limonta, uno de los hacendados más reconocidos de los alrededores, lo hacía sentir especial. No importaban los problemas que Manuel tenía en aquel entonces con la bebida ni sus prolongadas ausencias de la finca durante meses. Carlos lo amaba como si fuera su verdadero padre. Hasta aquel fatídico día en que escuchó a su madre y a su abuelo conversando, y su mundo se derrumbó. Hasta ese momento, se había empeñado en aprender todo lo que su padre intentaba enseñarle cuando estaba en casa, porque era su papá. Pero al saber que no lo era, sino que era el fruto de los amoríos prohibidos de su madre con el capataz de la finca de su abuelo, y que éste lo había rechazado rotundamente, sintió que solo le quedaba Rosario en la vida. Las palab