María Inés, con las manos aún temblando, se levantó lentamente ayudada por el capataz volviendo a marcar un número en el teléfono, su respiración entrecortada luchando por recuperar el ritmo normal. Llamó a su hijo para que fuera por ella, ya no tenía nada más que hacer allí. Mientras en Berlín, Carlos se había quedado observando su teléfono en el piso mientras sin apenas percatarse la lágrimas soldaron por sus mejillas. Cindy, confundida y preocupada, se sentó y rodeó con sus brazos a Carlos, intentando ofrecerle algo de consuelo en medio de la tormenta emocional que lo embargaba. No había palabras que pudieran sanar el dolor de perder a un ser querido, menos aún en circunstancias tan trágicas.—Carlos, mi amor, no estás solo —susurró Cindy, aunque sabía que esas palabras eran como un suspiro en medio de un huracán —¿Qué sucedió para que quedaras en ese estado? La noche se extendía frente a ellos, larga y llena de sombras. Carlos, con la mirada perdida en algún punto indefinido de
Harrison y Hans intercambiaron miradas cómplices, conscientes de que estaban ante un desafío mayúsculo. La respuesta a esa pregunta podría ser la clave para urdir un plan capaz de sortear las defensas del enigmático Limonta y alcanzar sus oscuros objetivos.—Déjame hacer algunas llamadas —ofreció Hans, sacando su teléfono móvil con una agilidad que delataba su experiencia en asuntos de inteligencia clandestina.Mientras Hans se alejaba para hablar en privado, Harrison se acercó a Carlos y bajó la voz a un susurro conspirativo. —Mantén la concentración, Carlos —instó Harrison con una severidad que cortaba el aire—. Lianet es simplemente el medio para presionar a Nadir Figueiro. Necesitamos que él sea nuestro peón para acceder a los diamantes. Y no dudaremos en hacer lo que sea necesario. Hoy, todo está dispuesto para apoderarnos del cargamento que llega al aeropuerto. Josué y su hijo están acompañados por Manuel Limonta; se dirigen a un encuentro con potenciales socios aquí, en Alema
Manuel se erigió lentamente, cada movimiento impregnado de una pesadez insondable. Avanzaba hacia su hija, y con cada paso que daba, el peso de un universo de dolor parecía aplastar sus hombros. En sus manos, sostenía la urna, ese pequeño receptáculo que ahora contenía todo lo que quedaba de su amor más profundo y verdadero. Las lágrimas surcaban sus mejillas con la fuerza de torrentes desbordados, tallando ríos de desconsuelo en su rostro curtido por el tiempo. El silencio que los rodeaba era tan palpable que parecía casi sacrílego romperlo. Los presentes observaban, suspendidos en una incredulidad compartida. Lianet, recogida en los brazos de Nadir, miraba con ojos desorbitados y terroríficos la escena. Su padre, un hombre desmoronándose, extendía la urna hacia ella entre sollozos que sacudían su ser. Ella negaba con la cabeza frenéticamente, rechazando la realidad que se desplegaba ante sus ojos. No podía ser verdad. Era imposible. Su madre, el pilar de su existencia, no podía h
Carlos nunca fue un hijo modelo, especialmente después de enterarse de que no era realmente el hijo del hombre que lo estaba criando y le había dado su apellido, del cual se sentía profundamente orgulloso. Ser el primogénito y heredero universal de Manuel Limonta, uno de los hacendados más reconocidos de los alrededores, lo hacía sentir especial. No importaban los problemas que Manuel tenía en aquel entonces con la bebida ni sus prolongadas ausencias de la finca durante meses. Carlos lo amaba como si fuera su verdadero padre. Hasta aquel fatídico día en que escuchó a su madre y a su abuelo conversando, y su mundo se derrumbó. Hasta ese momento, se había empeñado en aprender todo lo que su padre intentaba enseñarle cuando estaba en casa, porque era su papá. Pero al saber que no lo era, sino que era el fruto de los amoríos prohibidos de su madre con el capataz de la finca de su abuelo, y que éste lo había rechazado rotundamente, sintió que solo le quedaba Rosario en la vida. Las palab
Se encontraban todos los implicados en la mansión del señor Harrison, quien por primera vez estaba eufórico. El robo de los diamantes le aseguraba acumular una fortuna que no poseía. A pesar de tener una alta posición social, todos sabían que la riqueza de la que alardeaba era por completo de su esposa, y tenía que contar con ella para cada cosa que iba a realizar.—Señor Harrison, usted y la banda número uno se apostaran en la salida después de la pista del aeropuerto —indicaba Carlos en un mapa extendido sobre la mesa, señalando los puntos estratégicos—, mientras Cindy y Hans se ubicarán en la puerta de embarque. Los dos deben seguir cada movimiento que se haga al aterrizar el jet y recuerden, es uno con bandera americana. No deben levantar sospechas, se comportarán como si fueran dos novios que esperan algún envío en esa carga.—Carlos —lo interrumpió el señor Harrison, quien no le tenía confianza a su hijo Hans—, ¿estás seguro de que esos dos no echarán a perder todo? Hans, aunqu
El grito desgarrador de Lianet golpeó a Manuel como una descarga eléctrica, paralizándolo momentáneamente. La mirada cargada de odio que su hija le lanzó traspasó su corazón, causándole un dolor que iba más allá de lo físico. A pesar del tormento que sentía, sabía que no podía permitir que Lianet se alejara sin conocer la verdad. Con las manos temblorosas, apretó la urna contra su pecho, un símbolo tangible del amor y la pérdida que aún no había compartido con su hija. Reuniendo toda la fuerza que le quedaba, Manuel se lanzó en una carrera desesperada detrás de Lianet. Las palabras se agolpaban en su garganta, cada una de ellas cargada con el peso del secreto que había guardado por tanto tiempo.—¡Lianet, espera! ¡Debes saber lo que realmente pasó con Cecilia! —gritó, con la voz rasgada por la urgencia y el remordimiento. La distancia entre ellos parecía insalvable, pero la determinación de un padre por alcanzar a su hija era inquebrantable. A medida que corría, las imágenes de Cec
Raidel mantenía la velocidad del vehículo dentro de los límites permitidos, su concentración dividida entre la carretera y la tormenta emocional que Lianet llevaba a su lado. La escuchó hablar por teléfono con Carlos, una elección que lo dejó perplejo dada la conocida enemistad entre ellos. En el tumulto de su dolor, Lianet había olvidado esa crucial pieza de su vida.—No deberías haberlo llamado —dijo Raidel, su voz firme y serena, un contrapunto a la tempestad de Lianet. Sus ojos permanecían fijos en el camino que se desplegaba ante ellos—. No necesitas su ayuda. Te dije que estaré contigo.—No tienes que acompañarme, Raidel, con que me lleves al aeropuerto es más que suficiente —respondió Lianet, sus manos temblorosas limpiando las lágrimas que brotaban sin cesar.—Prometí acompañarte y así será —insistió Raidel, con una convicción que hizo que Lianet lo mirara con gratitud. En su mirada encontró la promesa de un apoyo incondicional, un faro en medio de la oscuridad de su desespera
Finalmente, el vehículo se detuvo frente a la terminal del aeropuerto. Raidel, que había estado al pendiente de Lianet, recibió a un hombre de confianza, el piloto de su padre, quien les aseguró que todo estaba dispuesto para su partida. Sin embargo, les informó que debían aguardar aún media hora más. Lianet, consumida por la ansiedad, paseaba de un lado a otro, incapaz de encontrar sosiego en la espera. La llegada de su padre Manuel, acompañado por su prometido Nadir, alteró aún más su ya agitado estado. Nina, con los ojos rojos de llorar la miró con tristeza. Lianet se sintió abrumada por la situación y buscó refugio en el baño del aeropuerto. A pesar del enojo que burbujeaba en su interior contra su padre, no pudo evitar ser afectada por la profunda tristeza que manaba de él. La visión de Manuel, con su rostro surcado por lágrimas que fluían incesantes mientras abrazaba la mochila contra su pecho, una mochila cuyo contenido Lianet conocía bien ahora que era, aunque se resistier