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CAPÍTULO 2. Una boda sobre un funeral

Hellmand Hall, la mansión de sus pesadillas…

La caravana de cinco autos blindados se detuvo cuando Eric dio la orden. Andrei bajó y le abrió la puerta mientras miraba a la distancia aquella mansión monstruosa que tenía más de cuarenta habitaciones.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó su mano derecha.

—Llévatelos a todos, déjame solo con un sedán —le ordenó—. Manda a investigar las finanzas de Tormen Hellmand, mi padre. Compra alguna propiedad entre este sitio y el pueblo y quédense ahí hasta que yo te avise.

—¿Tengo algún límite de gasto? —preguntó Andrei.

—Ni de acción —respondió él, indicándole que le importaba poco lo que hiciera mientras consiguiera lo que quería.

—¿Qué harás tú? —se preocupó su amigo.

—Voy a hablar con el padre Clemens. Quiero hacer los arreglos para el funeral de mi madre —declaró subiéndose al volante de uno de los sedanes—. Andrei… ¿tienes lo que necesito?

—En la cajuela —aseguró este.

El sedán patinó sobre el camino de grava y Eric condujo las seis millas que le faltaban para llegar a la pequeña iglesia del condado. Era increíble que el padre Clemens siguiera vivo, su contacto decía que ya estaba ciego, pero todavía era como un roble.

Entró a la iglesia y se dio cuenta de que nada había cambiado, ese sitio parecía haberse congelado en el tiempo mientras él se transformaba. Buscó por todos lados pero no encontró al padre. En algún sitio tenía que estar porque la iglesia estaba abierta.

Finalmente se aventuró en la oscuridad del confesionario y el sonido de un llanto casi histérico le llamó la atención. Le hizo recordar el de su madre, con la diferencia de que la última vez que la había escuchado llorar era una mujer hecha y derecha, y aquella parecía casi una niña.

No pudo evitarlo y se sentó. Aquel confesionario siempre le había parecido demasiado oscuro y frío como para dejar que una mujer llorara sola. Su desesperación lo carcomía, le recordaba tanto a la mujer que nunca había podido salvar, que lo hacía odiarse a sí mismo y al mundo.

Solo podía ver a través de la fina rejilla sus puños apretados.

—¿No vas pedir perdón a Dios por tus pecados? —preguntó cuando la calma excesiva le hizo un nudo en la garganta.

—Dios no se sabe mi nombre… Además… tampoco creo que perdone lo que voy a hacer.

Eric conocía demasiado bien el sonido de una hoja de metal cortando sobre la carne, como para no darse cuenta de lo que hacía. Se le detuvo el corazón por un segundo. Sus puños atravesaron la rejilla de madera, rompiendo todo, y a la escasa luz logró atrapar las manos de la chica justo por encima de las muñecas.

—¿¡Estás loca!? —le gritó cuando sintió la sangre caliente palpitar contra su palma izquierda y escurrirse entre sus dedos—. ¡Suéltala!

Apretó su otra mano, obligándola a soltar la navaja con la que se había abierto una de las muñecas, y pudo ver los oscuros moretones sobre la piel de sus antebrazos. Otra víctima… y él odiaba las víctimas.

—¡Escúchame, muchacha! —le gruñó y en ese momento habría dado todo por verla a los ojos, pero la oscuridad no se lo permitía—. Y escúchame bien porque solo lo diré una vez: el que te llevó a esto tiene nombre y apellido, y su vida no vale más que la tuya. ¡Antes de morirte, mata! ¡No tengas miedo, no tengas piedad, no tengas sentimientos! Sobrevive, por encima de quien sea, como sea, sin importar el dolor que dejes detrás de ti. Y si no eres capaz de matar… entonces escapa, escapa, vete al Este, pregunta por el Hellhound y enseña esto —apretó la muñeca que se había cortado y la oyó lanzar un grito de dolor—, te garantizo que él te ayudará a sobrevivir. ¿Entendiste?

La escuchó sollozar con fuerza mientras apretaba los puños.

—¡Dime que entendiste! —le exigió.

—¡Entendí! ¡Entendí! —gritó ella con la voz distorsionada por el llanto—. ¿Tú quién eres?

—Yo soy alguien que sobrevivió —susurró—. ¡Ahora vete! ¡Vete! —le ordenó y ella obedeció al instante. Sintió las manos de la muchacha salir de las suyas y era como si el corazón se le rompiera de nuevo.

Tenía la mano izquierda llena de sangre y entre sus dedos se había quedado enredada una pequeña pulsera de plata con el dije de una estrella. Su pulsera…

Cerró los ojos por un segundo y salió del destrozado confesionario, pero ella ya no estaba por ningún lado. ¡Qué regalo de bienvenida! ¡Aquel lugar nunca dejaría de ser un maldito infierno!

Escuchó pasos a su espalda y se giró para encontrarse con la figura encorvada del viejo cura.

—¿Quién anda ahí? —preguntó y Eric se limpió inútilmente la mano con un pañuelo, porque la sangre de la chica se secaba sobre ella.

—Soy Eric, padre Clemens. Eric Hellmand.

El viejo levantó las cejas sorprendido.

—¿De verdad? ¡Pero muchacho…! —Lo ayudó a sentarse en uno de los bancos y se sentó también—. Regresas después de tantos años… Lamento mucho tu pérdida, Eric. Karen era una mujer maravillosa… —Eric vio la pena en su expresión y también la resignación de sus años y su fe—. ¿Vienes a visitar su tumba?

Esa pregunta provocó en Eric una reacción instantánea.

—¿Tumba?... Vengo a hacer los arreglos para su funeral… ¿Cómo que «tumba»?

El viejo apretó los labios, como si no se atreviera a hablar, pero terminó cediendo.

—Hijo, tu madre fue enterrada a las pocas horas de morir. Tu padre pagó por un servicio apresurado… casi nadie pudo asistir… Yo presidí la misa… pero a aquello no se le pudo llamar funeral.

La sangre le hirvió en las venas a Eric. Había vivido media vida sin ella y ahora ni siquiera se podía despedir.

—¿Dónde está? —le exigió saber.

—Junto a tus abuelos…

—Gracias, padre —fue todo lo que dijo antes de dirigirse a la salida sin esperar su respuesta.

Rodeó la iglesia y caminó hasta el pequeño cementerio que estaba detrás. Recordaba bien dónde estaban las tumbas de sus abuelos, y apretó los labios cuando vio la nueva lápida junto a ellos. Era demasiado sencilla, solo su nombre y las fechas, sin una frase, un recuerdo… nada.

No supo cuánto tiempo pasó allí, mirando aquel pedazo de mármol, dándose cuenta de que era tan frío como él, pero ya había caído la noche cuando se levantó, se subió al coche y lo dirigió a la mansión.

Lo único en lo que podía pensar era en cómo habían sido capaces de saltarse su funeral. No podía entenderlo…

Cuando llego la mansión estaba completamente iluminada y adornada con flores claras. Su mente pensó en alguna clase de tributo, pero su padre no sería capaz de tanto. Sabía que no la quería.

La entrada de la mansión estaba desierta, el jardín interior… todo estaba vacío, pero había música y voces saliendo de la capilla. Hellmand Hall tenía su propia capilla y Eric se dirigió a ella a ver qué demonios estaba pasando.

Había pétalos de flores en el suelo, antorchas encendidas y cuando llegó a la puerta lo que vio fue… ¡una boda!

¡Su padre se estaba casando!

¡El maldit0 infeliz se estaba casando!

—¿¡A menos de dos días de la muerte de mi madre!? ¿¡De verdad!? —No gritó pero su voz resonó como un trueno en medio de la capilla y todos se giran a mirarlo.

Tormen Hellmand lo observó con el rostro desencajado por la rabia y sus ojos fueron desde él hasta la mujer que tenía enfrente.

Por un segundo Eric se sintió impresionado por la belleza de aquella chica, que con dificultad debía pasar de los veinte años. Parecía una diosa, fría, distante y única. Habría sido perfecta de no ser porque no había una gota de vida en sus ojos.

—¡¿Tú qué demonios haces aquí?! —rugió su padre y él dio dos pasos dentro de la capilla

—Vine para el funeral de mi madre y me encuentro nada menos que con tu boda… —Se le escapó una risa irónica—. Ahora entiendo por qué tenías tantas ganas de deshacerte de ella. ¿Qué hiciste? ¿Trajiste a esta put@ a su casa? ¿La humillaste hasta el día en que murió?

—¡Lárgate de mi propiedad! —gritó su padre pero él no se movió.

—No me voy a ir a ningún lado —sonrio—. Te guste o no, soy el único heredero de Hellmand Hall.

—Eso puede cambiar en cualquier momento —siseó Tormen mirando a su esposa y Eric ladeó la cabeza.

—Eso cambiará solo si yo lo permito. Así que me voy a quedar justo aquí para ver su hermoso final feliz… ¡No tienes idea de lo que acabas de provocar, padre!

Sus ojos se encontraron con los de la chica y sintió que no podía respirar, parecía que no había un alma detrás de ellos. Vio que sus labios se curvaban en una sonrisa suave, muy suave, casi satisfecha, y juró que la haría pagar por la muerte de su madre… ¡A los dos!

Miró a la pileta de agua bendita que tenía al lado y metió la mano que aún llevaba ensangrentada. Su padre hizo un gesto de espanto mientras la sangre seca se escurría de sus dedos y manchaba el agua bendita y la piedra.

—Hellmand Hall… siempre fuiste un infierno… —murmuró Eric mirando alrededor—. Pero tu verdadero demonio acaba de llegar, ¡y haré que todo arda a mi manera!

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